En el colegio donde estudié, las batallas entre colegas eran algo habitual, casi diario. Jugaban al fútbol con una piedra o bola de papel de plata del bocadillo, y al rato se formaba un corro alrededor del que surgían gritos de “pelea, pelea, iin, iin, pelea, pelea”. El origen podría ser una mención poco elegante a la madre de uno, la desaparición de una goma de borrar, una patada mal dada en un remate dentro del área, o una traición canalla.

Pocas veces alguien intentaba detener la contienda a la primera de cambio. Preferían esperar a los primeros mamporros. Lo que ocurría era que apenas había piñazos en toda regla. Todo el mundo lo esperaba, pero no solía ocurrir. Si acaso, podría irse todo al garete si aparecía algún profesor mediador. A veces tenía que intervenir una patrulla de policía, en los casos más graves, pero esas no eran peleas entre colegas, sino entre enemigos de verdad.

Lo común, en realidad, era la gresca reducida a un acercamiento hostil, frente a frente, literalmente hablando, como ciervos entrechocando sus cornamentas, con amenazas e insultos que enardecían al público. Si eran niñas las protagonistas, que también sucedía con cierta frecuencia, la violencia solía ampliarse a tirones de pelo y arañazos de los que dejan marca. En cualquier caso, provocaban el mismo malsano interés de todo el alumnado del colegio, que se divertía con la escena. Se pretendía con estas trifulcas teatralizadas una demostración de madurez y liderazgo, cuando aún no habíamos cumplido los trece años.

A mí me daba miedo participar en estas historias y procuraba mantenerme al margen. Me provocaba ansiedad. Podría considerarse una actitud cobarde, pero me importaba más mi integridad física que mi reputación. Y cuando llegaba a casa me preguntaba a mí mismo: ¿Estos que reñían esta mañana podrán llegar a ser gobernantes? Hoy, en cambio, me pregunto: ¿Podrían los gobernantes subirse a un ring televisado para dirimir sus diferencias?

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