Don José Miguel de Barandiarán, aquel cura antropólogo y etnólogo vasco (sobre todo, vasco) me lo espetó con evidente preocupación en la voz:

-¡Pero usted, joven, es un desarraigado!

Eso sucedió en una conferencia que el venerable sabio daba en Pamplona. Tras su excelente disertación sobre la identidad euskaldún, se había abierto el coloquio y yo, que entonces era demasiado joven para disimular, declaré que había vivido en Madrid, en Pamplona, en Sevilla, en Huelva… y que me había dado mis vueltecicas por Italia, Iparralde (País Vasco Francés), Cataluña, Galicia… Y que en todas partes me había sentido mal o bien, depende; pero nada tenía que ver con la ubicación geográfica, así que admitía sin titubeos que, efectivamente, tenía que ser eso: un desarraigado.

Claro que no es para tanto, porque reconozco que me gusta vivir en España y que, cada vez que he andado por esos mundos americanos, africanos o europeos, siempre me ha apetecido regresar, por muy a mis anchas que me haya sentido en cualquier otro país. Será por unas costumbres bastante sociables, será por el aceite de oliva, será por nuestros pintorescos horarios. Por lo que sea, pero me gusta vivir en España. Uno es bastante adaptable, eso sí, y tampoco se pone, en plan Concha Piquer, a suspirar por España. Más bien le da por León Felipe, un españolazo de verdad, cuando dice aquello de: "que sean todos los pueblos y todos los huertos nuestros"; pese a ser "español del éxodo y del llanto".

El patriotismo se vive de formas muy diferentes en los distintos países que uno ha ido conociendo. Un francés suele disfrutar el sentimiento escuchando la Marsellesa, celebrando el 14 de julio o viendo izar la bandera tricolor.

Creo que casi todos los ciudadanos de Estados Unidos de América escuchan sus himnos y se zampan el pavo de Acción de Gracias con cierta emoción. Los ingleses siguen mitificando sus instituciones, brexit aparte, con bastante seriedad, pese a su natural irreverente, que se plasma en series televisivas como "Little Britain", que vivamente recomiendo. Ya no te digo nada del patriotismo latino-americano, con unas retóricas de aquí te espero y fuertes componentes emocionales.

El caso de España es diferente y para ello nos sobran razones. El empacho patriotero que padeció mi generación, con otras anteriores y posteriores, bajo la dictadura franquista, nos ha curado de "patriotismo" a la mayoría de nosotros. Asumir con entusiasmo la bandera roja y gualda se nos hizo complicado, cuando fue suciamente utilizada para justificar un golpe militar "patriótico" financiado por ricachones "patriotas". Tampoco muchos de mis coetáneos suspiran por la tricolor, ni por el Himno de Riego; pero algo se nos ha quedado ahí que no nos deja tranquilos del todo. Demasiados finales de emisión televisiva a base de Marcha Real, ése himno sin letra que nos hace teararear "chunta-chunta" en los partidos de las selecciones deportivas.

El caso es que todavía hoy se utiliza el patriotismo o patrioterismo español; sobre todo para demonizar a los patriotismos y patrioterismos nacionales, como el catalán y el vasco, porque el gallego parece que no cuenta, porque da menos quebraderos de cabeza a los Gobiernos de España.

En general la utilización e incremento de los distintos patriotismos se hace de forma interesada, utilizando sentimientos reales cultivados en la familia, en la escuela o en el estadio de fútbol. Nada que ver con los nacionalismos culturales surgidos en el romanticismo, cuando "Els jocs florals", "Os jogos frorais" y manifestaciones artísticas similares. Hubo momentos en que los nacionalismos fueron perfectamente compatibles con la universalidad, con una apertura al exterior que no existía en otros lugares de España. Por ejemplo, la Cataluña de mi juventud había descubierto a Bertolt Brecht antes que nadie, y para nosotros, hispanoparlantes, escuchar a Lluis Llach era un aliento hacia la libertad, tanto como escuchar a Paco Ibáñez o Lourdes Iriondo.

A los no patriotas nos ponen en un apuro, cuando los sí patriotas (o nacionalistas) arguyen razones a favor de su propia causa. Sean de la nación que sean, incluida la española, tenemos que comprender y respetar su punto de vista; que en eso consiste la verdadera democracia. Sin embargo, echamos de menos con frecuencia más internacionalismo (Aquí Lev Trotsky) y nos sobra la agresividad de unos y otros. Demasiado nacionalista cerril, demasiados intereses por medio.

Incluso surge de vez en cuando una especie de nacionalismo folclórico, que en Andalucía se arropa en la bandera blanca y verde y en el himno de Andalucía, lamentable pieza literaria y musical, en términos estéticos.

Y, sin embargo, existe una Andalucía profunda, dura, magnífica, de un lirismo mágico. La que aparece en Federico García Lorca, en Manuel Machado, en Alfonso Grosso, en Antonio Mairena. No es, y mira que le respeto, la de Rafael de León y, mucho menos, la de Canal Sur.

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