Estudiantes de todas las etapas han finalizado el año escolar sin que los augurios catastróficos de septiembre se hayan cumplido. Más allá de lo que dicen las estadísticas, mi experiencia con dos hijos en Primaria lo constata: en total, dos días de clase en casa (mientras se analizaban los contactos de un positivo), y uno más por síntomas que acabaron siendo de un resfriado.

Creo que es de recibo reconocer el buen trabajo de todas las personas que han contribuido a este logro (los equipos de los centros, las familias, el alumnado). Y creo también que es un caso de éxito del que debemos sentirnos orgullosos como país. Asumimos como normal lo que, mirando al resto de Europa, resulta una excepción. En Francia, Alemania o Reino Unido, por nombrar solo algunos ejemplos, han vivido semanas de cierre de colegios.

La campaña de vacunación es otro ejemplo. Nos faltaban foros a principio de año para quejarnos. Retrasos en la llegada de las vacunas, listos que se saltaban la cola, caos a la hora de pedir cita… Esto es España, decíamos, entre la chapuza y la picaresca.

Pero hoy no es así. El ritmo de vacunación y los porcentajes de personas inmunizadas está por encima de la media si nos comparamos con nuestro entorno, y la estrategia de priorización por edades y grupos de riesgo ha funcionado.

Nos quejamos constantemente de la baja autoestima de los españoles como colectivo. ¿Por qué no sacar pecho de lo que sí hacemos bien? Nos merecemos, de vez en cuando, una palmadita en la espalda.

Cierto es que siempre nos ha gustado regodearnos en la tragedia, y el papel de víctimas de la historia y de las circunstancias, lo bordamos. La tendencia al alza de patriotas tampoco ha cambiado un ápice este discurso. Parece que el nuevo nacionalismo español sigue anclado en los símbolos, las banderas, los estereotipos y, como mucho, la búsqueda de un enemigo ante el que poder ejercer de nuevo el papel de agraviados. Yo prefiero enorgullecerme de lo que de verdad nos hace avanzar. Puestos a elegir, me quedo con el patriotismo de datos.

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