El Tiempo Un inesperado cambio: del calor a temperaturas bajas y lluvias en pocos días

Papá-taxista

Aprecié cierta ternura en aquel episodio y, zanjando el incidente, volví a mirar al frente, tarareando esesoberbio tema de Saurom que es 'Música'

Iba en el coche con mi hija, camino de su entrenamiento de baloncesto. Ella no abría boca, pensando en sus cosas de adolescente. Me introduje por una calle no muy amplia y llegué al bar de los quinquis. En su umbral suelen apostarse tipos delgados y ociosos que miran a los coches que se acercan y se alejan, a veces con una caña de cerveza en la mano, otras con su mera soledad. Frené y miré a mi izquierda, asomando el morro levemente, comprobando si venía algún vehículo, tal y como me enseñaron en la autoescuela.

Y entonces ocurrió. Un desagradable claxon sonó a la derecha de mi pabellón auditivo y me hizo girar la cabeza. El pie continuaba posado en el freno, con lo que el vehículo no se desplazó ni un sólo centímetro. El autor de esa agresión decibélica era un tipo sin mascarilla.

Pude apreciar la hondura de su fealdad. Tenía ojos pequeños de marsupial bizco bajo una frente amplia que, en realidad, era una calva apepinada. Su perilla encanecida cercaba una boca abierta sólo para mí, para increparme por haber hecho un Stop donde había una señal de Stop y arrimarme un poco para tener visibilidad. No entendí lo que espetó aquel fulano porque sonaba el último disco de Saurom -canela fina-, pero la intuición convenía con mi razón en que debía ser algo tan bonito como el emisor.

Mi cerebro rebobinó y me di cuenta de que el único error existente había sido que aquel adefesio -posiblemente un pichacorta con exceso testosterónico- iba por el centro de la vía y no ceñido al carril derecho de la circulación, como debía. En fin, otro capilla más de tantos que uno se cruza al cabo del día. Uno realmente feo (no sé por qué el corrector del Pages me ha cambiado capullo por capilla). En fin, que cuando comprobé que no venía ningún vehículo más, giré a la siniestra y me encaminé nuevamente al pabellón de deportes.

No había circulado ni cien metros cuando descubrí, detenido en su carril, al buga que me había graznado un minuto antes. Se trataba de un vetusto coche pintado de color mierda, posiblemente heredado de un jubilado que debía de haberlo hurtado en un desguace cuando joven. Al sobrepasarlo, resistiéndome a aporrear la bocina sin piedad -como quizá hubiera correspondido- miré a la derecha por encima del rostro de mi hija, que iba sentada a mi lado, y vi a aquel gilipollas, más feo que mandar a la abuela a comprar droga, con el rostro iluminado de felicidad. Abierta la puerta del copiloto, una niña rubia de unos diez años, que acababa de salir de un portal a pie de carretera, se introducía por el habitáculo.

No es que el fulano dejara de ser grimoso a la vista o tornara en agradable pero aprecié cierta ternura en aquel episodio y, zanjando el incidente, volví a mirar al frente, tarareando ese soberbio tema de Saurom que es Música mientras mi hija continuaba a mi lado, callada, ignorando a su papá-taxista.

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