Hay días que se quedan grabados en el disco duro de la memoria humana para el resto de la vida como recuerdos imborrables de acontecimientos de especial relevancia o de singular significado.

Hoy viene al caso una fecha, la del 21 de diciembre de 1983, que jamás olvidaremos los aficionados que gozamos de la inmensa suerte de presenciar in situ, en las gradas del Benito Villamarín, el histórico 12-1 a Malta que concedió a España un billete para la Eurocopa de 1984 que ya se consideraba imposible de adquirir salvo que se produjera un milagro deportivo de descomunales dimensiones.

Pues ese hipermilagro con el que apenas soñaban ni los más optimistas, ya que la paliza necesaria para acabar en cabeza del grupo de la fase de clasificación dejando a los holandeses en la cuneta se antojaba algo totalmente fuera del alcance, se convirtió en realidad tras una hora y media de sensaciones encontradas. Se pasó de la utopía de un triunfo forzoso por 11 tantos de diferencia a la desesperanza al encajar Buyo un gol increíble que dificultaba aún más la complicadísima tarea al restablecer la igualada. En el descanso nadie se atrevía a apostar a favor porque con el 3-1 faltaba meter nada menos que otros nueve goles, una auténtica barbaridad.

Pero por arte de birlibirloque la segunda parte fue una especie de locura. Los espectadores nos mantuvimos de pie, botando y brincando sin cesar, desde que la cuarta diana empezó a calentar el ambiente. Nadie fue capaz de sentarse desde entonces pese a que habían quedado muchas sillas vacías. Primero por animar el cotarro, luego por apurar las leves opciones y finalmente por el éxtasis generalizado al anotar la Roja más ofensiva de la historia el definitivo y decisivo 12-1, un Señor gol.

Mis amigos Ramón y Carlos, con los que viajé desde Cádiz mientras los demás de la pandilla no se apuntaron porque decían que el partido no valía para nada, y María, una sevillana que era mi novia por aquelllos tiempos, fueron mis compañeros de impresionante vivencia futbolística aquella noche invernal. Disfrutamos como cochinos en un charco y, por lo menos en mi caso, es la única vez que he saltado al rectángulo de juego tras un partido de fútbol para arrancar un trozo de césped que mantuve dentro de un tarro durante años y años.

Solo faltó que me tocara el Gordo del sorteo de Navidad de la lotería al día siguiente, en plena mañana de resaca futbolística.

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