Hay gente malintencionada que dice que en verano Chiclana no existe, que está completamente paralizada. Es como aquel pueblo de Torrente Ballester, que, cual la Isla de San Balandrán, desaparecía y aparecía. No recuerdo cómo se llamaba ese pueblo, pero cito a Don Gonzalo porque yo le apreciaba mucho y leí sus obras mucho antes de que la televisión las hiciese populares y el ilustre catedrático de instituto (un colega) saliese de pobre, que ya era hora.

Pero volvamos de la querida Galicia a la también querida Andalucía y centrémonos en nuestro pueblo o ciudad. Chiclana existe también en verano. Incluso se hacen negocios, unos más simpáticos que otros; muy antipáticos en algunos casos.

Entre los primeros hay que contar los pequeños negocios de playa. Usted se sienta en la arena de la Barrosa y comienzan a desfilar, obligándole a levantar la cabeza del libro. Primero, el de los camarones, que arrastra dos pesadas neveras portátiles asegurando a grandes voces que son los mejores y los más frescos; uno le desea que su pregón sea verídico, en beneficio del vendedor y de sus eventuales consumidores, porque con tanta caminata de ida y vuelta más vale que la mercancía se mantenga en condiciones y que sea rápidamente despachada por razones de salubridad pública y beneficio del pequeño mercader.

Acto seguido aparece el caballero de las "sultanas", esos dulces de coco tan populares entre nosotros. Personalmente sudo frío sólo de pensar en la ingesta de pastelillos bajo el sol ardiente, por muy fresquito que entre el poniente ese año. Pero una autoridad local (mi señora) me asegura que tienen muchísimo éxito y que soy un exagerado, asertos ambos perfectamente fidedignos, la verdad. ¿Y qué me dicen del barquillero? ¡Fascinante! Creo no haber visto en mi vida carrito de venta ambulante tan lujoso y bien engalanado, con su toldo, sus campanillas y el correspondiente pregón. Uno lamenta haber traspasado con mucho la edad infantil, porque creo que ni un solo niño normal sería capaz de sustraerse a un encanto de tal poderío. Inevitable evocación de la propia infancia con olor a canela, en el Parque del Retiro, en la Plaza de Oriente, en el Campo Grande de Valladolid… El barquillo es un dulce romántico, un dulce evocador y lleno de fantasía. ¡Feliz negocio, señor barquillero!

El "subsahariano" de las toallas y los pareos. Vaya gilipollez lo de "subsahariano", pero el lenguaje políticamente correcto se ha dedicado a inventar palabros de lo más estrafalario. A mis amigos negros les hace muchísima gracia, y, si le llamamos "subsahariano" al vendedor, se quedará atónito, porque él se considera senegalés, o ghanés, o cosa semejante, pero "¿subsahariano?" ¡Oiga, sin faltar, que yo no le he faltado a usted! Este hombre, legal o ilegal, según el capricho de políticos inhumanos, seguro que ha pasado la cueva hasta llegar aquí y está tratando de sobrevivir entre nosotros con hartas dificultades de todo orden. Sin sentimentalismo alguno, aseguro que me merece muchísimo respeto. Pues aquí está otro negociante veraniego de lo más pintoresco, un vendedor de cupones con un cencerro al cuello. ¡Cielo santo, cabras en la Barrosa! No, no, es un señor que vende suerte y al que no se le ha ocurrido mejor idea para llamar la atención sobre su azaroso producto. A esto se le llama imaginación. Seguro que hay personas que adquieren números, incluso en la playa, porque aquí gusta jugar, vaya que sí. Uno, que no tiene ese vicio entre muchos otros que sí confiesa, suele quedarse bastante perplejo cuando comprueba que en su estanco favorito, en su carnicería predilecta (¡saludos, Pepe!), en su querida frutería, nuestros conciudadanos adquieren toda clase de papeletas; algunos lo hacen por cuantías que el que suscribe hubiera empleado en bienes más seguros, como la cerveza, las tortillitas de camarones o la butifarra. Pero, en fin, para gustos están los colores.

Otros negocios veraniegos son mucho menos amables, francamente antipáticos. Mi amigo Antonio (Antonios hay muchos) se las está viendo muy peludas para alquilar un piso en la Chiclana de agosto. Mi amigo, es profesor en un instituto local, y lo es durante todo el año, no sólo en verano. Pues cuando intenta hallar un habitáculo adecuado, se encuentra con que le exigen abandonarlo en la estación estival, momento en que los arrendadores proyecta ponerse las botas, aunque el inmueble en cuestión se ubique en el punto menos playero del plano local. El alquiler de verano suele realizarse, por añadidura, en negro (el que la sabe la tañe). No sabría cuantificar los millones de fraude fiscal, que así se llama, detraídos del dinero de todos durante la estación veraniega, y no sólo aquí, sino en el conjunto de España. Pues me parece mal, porque se necesitan colegios, hospitales, carreteras, y toda esa pasta desaparece en los bolsillos de particulares poco solidarios o nada escrupulosos. ¡Suerte, Antonio, y que Dios te la depare buena!

Pero vamos a lo positivo: una cervecita fresca y feliz verano, amigos.

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