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Nazis en Barcelona

Aquí no hay inmersión, lo que hay es imposición lingüística, y de la más cutre y facinerosa -como diría Jesús Gil- que se ha visto en los últimos tiempos de esta Cataluña post Caso 3%

El niño de Canet del Mar no es consciente de que su educación está desenmascarando una amplia panoplia de vicios, prejuicios y filonazismos. Él solo tiene cinco años. No sabe de la vida, ni de nada en particular. Todo lo más, de juegos. Pero sus progenitores decidieron litigar contra Goliath porque consideraban que se incumplía la ley al no impartir un 25% de las clases escolares de su hijo en español. Tengan pleitos y los ganen, les dirían. Y vaya que si ganaron. El rechinar de dientes ha llegado hasta el sur de España, un bruxismo hispanofóbico carente de todo sentido.

Yo no entiendo de leyes de inmersión lingüística ni otros aliños presupuestarios, pero soy empático. Me coloco en el lugar de unos padres que -supongo- no son secesionistas ni aceptan que su hijo de cinco años parle únicamente el catalá en la escuela Turó del Drac y comprendo que hayan hecho lo que consideraban justo: acudir a los tribunales de justicia en busca de su amparo. Y lo han encontrado, mal que le pese a la chusma populista, esa que dice defender a las minorías hasta que la minoría deja de ser parte de su selecto club fascistoide.

El argumento es tremendo: que un chiquillo reciba un 25% de las clases en la lengua de Cervantes -lo que viene ser cumplir la legalidad- vulnera los derechos del resto mayoritario de los padres -que, teóricamente, quieren erradicarla de sus vidas- y de sus hijos de cinco añitos. Aquí no hay inmersión, lo que hay es imposición lingüística, y de la más cutre y facinerosa -como diría Jesús Gil- que se ha visto en los últimos tiempos de esta Cataluña post Caso 3%.

Lo que es de traca es el acoso que la familia del niño sufre a través de las siempre solícitas redes sociales (separatistas). Hay un claro deseo de filtrar la identidad de los victoriosos recurrentes, de señalarles la puerta de su casa como si fueran judíos del 33, de pincharles las ruedas de su utilitario, de arrojarles piedras a la salida de la escuela o increparles abiertamente por ser tan malos-malísimos que obligan a una clase de primaria a recibir una cuarta parte de las horas en una lengua oficial no catalana.

Aquí se entrecruzan dos grandes cuestiones, la defensa a ultranza de independentismo, que realiza sibilinamente una parte del Gobierno, y la protección de la infancia y el derecho a la educación. He ahí el problema. Problema que, por cierto, no hubo cuando se sancionó a los dueños de negocios que rotulaban sus nombres comerciales en español. Yo me declaro fervoroso defensor de todas las lenguas romances o no romances que se hablan en el territorio nacional. Jamás firmaré un manifiesto para que prohíban, no ya el vasco o el gallego, sino el bable, pero lo que no consentiré jamás es que se machaque a un niño, o a su familia, con tal de imponer a la fuerza una ideología, una lengua, una bandera, o una raza, sea aria o del Ampurdán.

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