Digamos que en estos momentos extraños, de desconocida anormalidad, nos debatimos en una lucha interna entre las ganas de retomar los mejores fragmentos de la anterior vida (abrazar a familiares y amigos, compartir bares o asistir a espectáculos) y el temor que nos ha quedado para mucho tiempo a repetirlos con naturalidad. Esta es una disyuntiva muy personal, naturalmente, y cada uno la resuelve como puede. Yo tengo un natural optimista difícil de contrariar, pero seguro que hay quien no ha pisado la calle aún, y habrá quien no lo haga hasta más allá del cuarenta de junio.
Y lo mismo se puede decir al contrario: hay quien resolvió el dilema en seguida y nunca dejó de saltarse las normas a su chulesca manera. Practicantes descarados de la libertad mal entendida que ahora a lo mejor se molestan porque mucha gente le acompaña en sus paseos. He visto a un hombre mayor pasar por delante de mi casa casi todos los días desde el principio, desoyendo el confinamiento y a cualquier hora. Al principio llevaba una bolsa de plástico levemente llena de artículos para disimular, aunque era imposible que sus pasos le dirigieran a ninguna vivienda ni comercio. Ahora ya no le hace falta, y se ha puesto mascarilla, eso sí.
La semana pasada, el invierno volvió de repente y con él unas lluvias copiosas. En esos días, no vi al señor independentista de sí mismo pasear. Tampoco a los muchos que tomaron la calle en las jornadas anteriores en actitud colectiva bastante alegremente irresponsable. La doctora que me acompaña en mi vida y cuida de mi entero ser sacó una conclusión inapelable: la gente le tiene más miedo al agua que al coronavirus. Es un fenómeno bastante extraño puesto que el covid-19 no llueve del cielo, al menos que se sepa, y su abundancia en San Fernando, una de las poblaciones más afectadas, no evitó las aglomeraciones de los primeros días.
Quién lo iba a decir, pero a lo mejor esta vez, más que nunca, la lluvia nos vino como agua de mayo.
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