Análisis

enrique montiel

Montparnasse

Yo estuve allí, en el cementerio de La Isla, la mañana que le dieron sepultura

Había pedido a mi amiga la doctora García Plata, catedrática de la Universidad de la Sorbona, que me llevara a la tumba de César Vallejo. No lo olvidó y cuando nos vimos en París, me lo dijo: Mañana vamos al cementerio de Montparnasse, para que veas la tumba de tu querido Vallejo. Hicimos una ruta de autobuses y caminatas hasta que llegamos al famoso cementerio donde reposan los restos del poeta peruano y otros muchos grandes artistas universales, músicos, científicos, pintores, escritores, cantantes… Provistos de un mapa pudimos llegar a esa tumba sobre la que habían dejado palabras y piedritas otros antes que nosotros. Sentí una emoción difícil de describir. Me senté en la tumba contigua, más por el ahogo de las emociones que por el cansancio, y pensé largamente en el autor de Trilce, al que tanto debo. Más o menos repuesto de las muchas emociones nos encaminamos hacia la tumba de Cortázar, también con piedritas y pequeñas vasijas de cristal con papeles escritos dentro sobre la lápida. Entre una y otra, vimos los nombres de Berlioz y Adolphe Adam, Alkan y Léo Delibes, Foucault y Goncourt, Sacha Guitry y el poeta alemán Heinrich Heine, Renan y el gran Stendhal… No sigo pero créeme, la historia de Europa estaba allí, los grandes nombres que nos hicieron pensar, reír, llorar y soñar, estaban en ese cementerio tan grande bajo el sol de una mañana de primavera tardía en París.

Hoy me ha asaltado ese recuerdo porque este año se cumplirán los primeros 25 años de la inmortalidad de Camarón. Yo estuve allí, en el cementerio de La Isla, la mañana que le dieron sepultura, con ese hombre de camisa negra rota gritándole a la hondura de la fosa donde habían dejado el ataúd del cantaor "¡No te vayas, Camarón, no te vayas!" y a toda su familia y amigos enloquecida de dolor. Hoy sigue siendo uno de los lugares insustituibles de los visitantes de nuestra ciudad. Se cuentan por miles quienes han venido llegando al mausoleo que construyeron para su homenaje Manuel Correa y Alfonso Berraquero, autor de la imagen de un Camarón glorioso sentado majestuoso sobre una silla.

Berraquero, Alfonso Berraquero, hace poco que ha fallecido. El mejor escultor e imaginero de esta ciudad en toda su historia murió tras una penosa enfermedad. Si La Isla hubiera sido París, si España hubiera sido Francia, la tumba de Alfonso Berraquero estaría ya construyéndose en el cementerio en donde descansa José Monje Cruz. Con cargo a la ciudad. No somos París, es evidente. Ni mucho menos Francia. Somos esto que somos, este aluvión de todo lo que llevan los caños, este agua que entra y sale por la marea. Por eso soy tan francés, tan parisino y de tan de cualquier sitio en donde se respeta el arte y a los artistas, y se les da el cariño en vida y en muerte. José Monje y Alfonso Berraquero no son Mozart ni Miguel Ángel, ni lo pretendieron. Pero son nuestros Mozart y Miguel Ángel. Demasiado grandes para cubrirlos con la manta de la incuria y el olvido.

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