Han pasado tres noches y ya parece que respiras paz. No hay monstruos acechándote en un armario que rebosa sangre, ni los muertitos te susurran al oído palabras de inquietud. Te da la sensación de que vuelves al refugio de tu cultura ancestral e inmutable, real y tangible, la que te ofrece tranquilidad. Feliz de haberte librado de la invasión que viene de fuera, esa que te trae todo lo que no deseas, la que te cambió las castañas por los caramelos y el flamenco por las películas de Disney.

Pero calla. Escucha. Observa. Están ahí. Los monstruos de verdad no se han ido. Sin careta, sin disfraz, sin maquillaje, con el rostro de la justicia, el bienestar y la bondad, el aliento del ángel protector. Si te concentras un poco, podrás sentirlos por todas partes, justo a tu lado, en tu espalda, en tu barrio, en tu monedero, en el sobre de Hacienda, en tu ficha sanitaria, en tu informe de vida laboral, en el desfile del paro, en tu buzón, en el catálogo de la tienda online, en el chip de tu móvil, en la lista de ingredientes de ese paquete de galletas, en la isla de basura que flota junto a tu playa, en el trasfondo de cualquier fotografía electoral, en la sonrisa del imbécil de mano larga y mente medieval, en la bandera que te despeina con rabia, en la rentabilísima fábrica de envases de destrucción real, en el papel de plata arrugado ahí en la esquina de tu casa, en la reunión secreta de tus representantes, en el tacto de tus nuevos pantalones.

Cuando por fin te des cuenta de que estás rodeado, y cuando por fin asumas que tu cultura ancestral y presuntamente inmutable ya no te salvará de ellos, desearás que vuelvan los monstruos de hace tres noches. Los de las calaveras sangrantes y los espíritus humeantes, los colmillos de la luna llena. Los únicos capaces de devolverte el poder de la brujería. Con los únicos con quienes podríamos cocinar la poción que acabe pronto con el caos vestido de luz, ese que te acaricia amablemente la cabeza cada mañana al despertar.