Uno de los oficios que no me gustaría desempeñar es el de rey. Hay muchos otros, como el de fogonero en un viejo barco de vapor, o el de canónigo penitenciario, que tampoco me llaman la atención. No me veo dotado para ellos, ni me he visto ante la posibilidad de aceptarlos; nadie me lo ha propuesto, ni falta que hace.

Lo digo a propósito de una anécdota personal, como tantas otras que mis sufridos lectores se han visto obligados a leer aquí.

Preámbulos de cena ritual navideña. Se montan platos, alguien corta jamón… se impide que los niños se caigan dentro del puchero, ya saben ustedes. Y una espantosa costumbre que se practica en bastantes hogares españoles: alguien ha encendido la tele. Hay casas en las que sus habitantes, nada más cruzar el umbral de la puerta, se lanzan sobre el televisor, tengan o no intención de ver un programa. Es como el antiguo fuego del hogar o la ofrenda a manes y penates.

El salón estaba rebosante de cuñados, sobrinos y otros parientes y allegados. Cada uno a lo suyo, claro está. Entonces, venciendo mi natural rechazo televisivo, compruebo que en la pantalla aparece un señor, un rey en concreto, que se dirige a la audiencia en tono paternal y suavemente monitorio. La distinguida concurrencia no le hace puñetero caso y cada cual sigue en sus asuntos, episodio que dura hasta que en el aparato emiten la repetición de un partido del Barça, momento en que la inmensa mayoría de nuestro reducido, pero selecto público se concentra en el asunto y comienza una controversia de lo más apasiónate sobre las vicisitudes del juego.

Al rey, ni caso. Al parecer la opinión generalizada es que "visto un rey, vistos todos", o algo por el estilo. Un elemento más para reforzar mi opinión sobre la profesión real. Te molestas en plantarte frente a las cámaras con un elegante traje gris, y como si tal cosa. A lo mejor, si se hubiera puesto la camiseta de un club de fútbol de los gordos… Pero me parece que ni por ésas.

Además, si tu modo de ser es algo peculiar, como sucedía con el emérito progenitor del señor de la chaqueta, todo el mundo se mete en tus asuntos cinegéticos, amatorios o financieros; vamos, que no te dejan vivir en paz. De ahí mi perplejidad ante la obstinación real en mantener la corona, la dinastía, o como se le quiera llamar.

Esta obstinación y el propio ejercicio de la monarquía pueden producir desequilibrios emocionales, alteraciones psíquicas. Así queda bastante claro en el libro de César Cervera Moreno: "Los Austrias, el Imperio de los chiflados". Recomiendo vivamente su lectura.

El caso de los Borbones actuales es diferente, claro está. Ellos tienen que elegir sobre sus derechos dinásticos para ocupar el trono de España. Uno posible es el de sangre, el familiar, que se remonta hasta personajes tan insignes como Carlos IV, ese abúlico personaje, Fernando VII, el rey felón y su singular testamento, que entronizó a Isabel, "La de los tristes destinos", cuyo reinado acabó como el rosario de la aurora. Restauración con Alfonso XII "¡El pacificador!" y, finalmente, Alfonso XIII, experto en pornografía y otras bellas artes, que también se vio obligado a abdicar. En fin que "si es de buena sangre el rey, de tan buena es su piojo", como reza el dicho popular.

Otra opción para los actuales Borbones españoles: aceptar que su regreso al trono se produjo por decisión personal del dictador Francisco Franco. Feo asunto, también éste.

Ya he dicho y repetido que nadie me convencería para ocupar un puesto de rey; ni en España, ni en ninguna otra nación. Añadamos el factor riesgo: Ponte que eres Carlos I de Inglaterra y te topas con un Cronwell, mal asunto para tu pescuezo; o eres Luis Capeto con tu señora doña María Antonieta, otro que tal: guillotina. No te digo nada de los reyes godos, que no conseguían fallecer tranquilamente en su cama ni por casualidad. Está claro que el ejercicio de la monarquía comporta más riesgos que otras profesiones, como la de perito mercantil, o la de comadrona.

Antes comentaba que la alocución real se la tomaron mis familiares por el pito del sereno, lo cual es a todas luces injusto e irreverente. Menos mal que nuestros políticos y medios de comunicación la tomaron muy en serio y hasta prorrumpieron en ditirambos sobre ella. Algunos se dedicaron a desentrañar su contenido, oscuro y numinoso como los dicharachos de la Sibila de Delfos, al parecer.

Claro que si los actuales monarcas se encuentran contentos y felices en el desempeño de su real tarea, evidentemente onerosa e incómoda, allá ellos. A mi, personalmente, no me llama la atención.

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