Los que nos implicamos en la escritura estamos todo el rato escribiendo. Con la imaginación tratamos de ahondar en cualquier hecho hasta poder transformarlo en palabras. Ante un conflicto o un mal momento, escribimos para tratar de comprender lo que nos sucede. Si estamos ociosos, puede ocurrir que algo o alguien pase por delante y se nos dispare la fantasía, o que nos conmueva un paisaje y lo inmovilicemos, como si eso fuera posible, hasta humanizarlo con algún personaje.

Es obsesiva la intención de querer retener lo mejor que nos pase, sobre todo esos momentos especiales con familiares y amigos, tan deseados después de las restricciones.

Escribir es un impulso que nos ayuda a profundizar, a trabajar la imaginación, a hacer ficción si nos apetece y a filtrar todo aquello que nos parezca útil de la realidad. ¡Ay! Filtrar. Ya llegó. Y resulta que hace poco escuché que lo que retenemos no ocurre tal y como sucedió porque la memoria es falsaria.

Falsaria. Vaya palabreja en pleno septiembre que era el mes especial de mi casa de niña.

Septiembre implicaba la procesión de La Patrona cuando toda la ciudad se echaba a la calle con zapatos nuevos o muy limpios. Era la vuelta al colegio. Emocionante mientras eres pequeño y apasionante cuando vas de profe. Era el abrazo a los compañeros, el retener los nuevos objetivos idealizados y preciosos de cada curso, siempre encaminados a la formación del alumno como persona espiritual y social. Eran los exámenes de septiembre y los nervios de los chiquillos ante la posibilidad de seguir con sus mismos compañeros. En septiembre, en mi casa, había celebraciones de cumpleaños y un sinfín de Marías: bisabuela, abuela, madre, yo por ser la mayor, y hasta una prima menor y siempre lo celebrábamos juntos. Juntos. Preciosa palabra.

Yo me adhiero a esos recuerdos familiares. Filtrando y reteniendo lo bueno que me dieron. ¿Poco objetiva? Probablemente. Mi memoria falsaria se defiende de lo que pueda no ser tan idílico, sobre todo este septiembre, en el que no dejo de pensar en la suerte de pertenecer a una tribu aunque, a veces, se rompiera algún juguete.

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