
Balas de plata
Montiel de Arnáiz
Una diva
Efecto Moleskine
De repente lo vi: toda esa gente en la playa mirando al mar exactamente igual que las gaviotas, con la diferencia de que la gaviota está parada contra el viento esperando el tufo de una presa. El ser humano no espera: deja perezoso que lo atraviese el verano. Los veraneantes miran al mar y algunas de ellas leen. Las familias de aquí de siempre (que no veranean sino que aquí es agosto) se disponen en círculo porque no leen: se miran, se vigilan, si acaso conversan. O chillan, si hay niños. Si esperan algo es al vendedor ambulante. Mis preferidos son los que llevan campanilla de monaguillo y venden bombas de nutella a la hora de la siesta. Esta playa mía es algo así como la otra dimensión de Barbieland: la de la Barbie Lorza y el Ken Cruzcampo. (No es una playa cool, diría). No parece nadie muy pendiente de los pactos de gobernabilidad. Se me pasa por la cabeza que el problema no es que los catalanes nos roben, sino que vengan los patriotas a recortarnos derechos. Porque dinero no tenemos, pero sí algo parecido a la libertad. Yo me siento en el centro geométrico de la playa, a donde no llegan los familiones porque la distancia con respecto a la rampa de bajada parece la de un éxodo. Es el sitio de las pandillas adolescentes, que están allí por la misma razón que yo: huyendo de la masa parental. Solo molestan cuando juegan a la pelota o suben el sonido de esas canciones que les gustan, y que parecen articuladas desde los genitales. (Lubrican la edad núbil). Cuando cae la tarde es de ver el desperdicio acuático que llevamos a cabo bajo nuestra bandera de playa azul: la de metros cúbicos de agua arenífuga que hacen falta porque somos ecohigiénicos y tenemos pies. Ya de noche vienen los del botellón. En la oscuridad de la orilla coincidimos los pescadores de caña, los dueños de perros y los del detector de metales. La noche parece un sonajero de grillos. Rítmicamente estallan las olas. Parece mentira que las estrellas sigan ahí, cuando hace tanto tiempo que murieron. Un joven con su cubata en la mano, que se dirige a la orilla con su alegre pandilla de intoxicados, me dice con su gracia gangosa: “Que Dios la bendiga, señora”. Me he sentido de pronto como un megalodón.
También te puede interesar
Balas de plata
Montiel de Arnáiz
Una diva
El Alambique
Libertad Paloma
Gafas gratis
Calle Real
Enrique Montiel
La lupa
La Caja Negra
Carlos Navarro Antolín
El congreso de las guayaberas
Lo último