El sábado por la noche estaba yo mirando, casualmente, por la mirilla de mi portón y vi que llegaba al descansillo mi vecina Sagrario cariacontecida, aunque la palabra más adecuada a la cara que traía era descompuesta. Como buena vecina salí a preguntarle qué le pasaba y se me echó a llorar. Había pasado miedo al bajar la basura. Sobre el bidón había un joven disfrazado de payaso enharinándose los tabiques nasales como si no hubiera un mañana. Delante, entre dos coches, una joven disfrazada de ¡monja! se remangaba el hábito para miccionar en plena calle. En ese momento, según me contó Sagrario, viuda desde el año 1985, un hombre vestido de componente de coro malo (con chistera y levita) se abalanzó sobre ella e intentó agarrarle el pompis. Sagrario salió corriendo hacia la casapuerta y pudo alcanzar a duras penas la escalera. Una vez que se desahogó conmigo me metí en casa y me asomé entre los visillos del cierro. Vi a una joven en ¡sujetador! ¿Pero qué clase de disfraz es ese y cómo la deja su madre salir de su casa? Porque esa es otra: la permisividad de los padres de hoy en día en la noche del sábado de Carnaval. ¿No hay otro disfraz que no sea de enfermera de Benny Hill o de animadora de fútbol americano? Todos los disfraces con falda corta y escote. Unas busconas, lo que yo les diga. Algunas salen de sus casas vestidas de osas panda y en el portal de abajo se cambian y se visten de vampiresas de la película 'El liguero mágico'. Y sus padres tan tranquilos en casa. Luego se quejarán.

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