Da la sensación de que cualquier sujeto corriente y moliente, incluidos los que no tienen la costumbre de pensar, se siente en la obligación de calificar a la especie humana entre buenos y malos; o sea, los buenos son los míos y los malos los de enfrente. Esta división, como depende siempre del bando que se siente en el poder, siempre es susceptible de alternancia, por lo que el bueno de hoy es malo mañana y viceversa. Así de sencillo.

No voy a entrar en el santoral oficial de la Iglesia Católica, sino en esa escala civil que por mor de una serie de circunstancias -todas temporales- unos alcanzan la gloria y otros terminan en la picota, de lo que debiera deducirse que si hay algo verdaderamente inútil es ser fanático de algo o de alguien. Ahí está la historia para demostrarlo fehacientemente. Ahí están las ideologías salvadoras que terminaron convertidas en pretextos para someter a los indefensos. Ahí están los que fueron aclamados como salvadores de patrias convertidos en asesinos de masas; e insisto, lo que a estas alturas extraña es que sigan existiendo admiradores de lo que el tiempo termina por clasificar sin el menor átomo de piedad o de duda.

A finales de los cincuenta del siglo pasado tuve la oportunidad de vagabundear por la España de entonces que, en aquellos años, empezaba a sobreponerse a las desgracias ancestrales, pagando, eso sí, un alto precio. Pueblos del interior de la península, miserables y con tendencia al abandono se presentaban en toda su triste realidad, en toda su irremediable soledad. De Castilla me impresionó el silencio de sus campos y de sus gentes, pueblos oficialmente gloriosos a pesar de que no dejaban de ser la herencia de las generaciones anteriores que, con sus sacrificios y sus carencias, pagaron las glorias de un Imperio que ni les iba ni les venía; que eran, como mucho, caminos por donde pasaba el oro americano para costear guerras extranjeras; pueblos donde  cualquier intento de rebelión comunera terminaba en el cadalso sólo por creer que la patria se limitaba al suelo que pisaban, a las cosechas que recogían, a la familia que era lo único propio.

Si digo que aquel espectáculo me sirvió para recapacitar sobre la cara y la cruz de la vida, resultaría pretencioso, pero que me sirviera para ver a las personas en una dimensión distinta a la que nos hacían ver me llevó no a amarlas de la forma genérica que presumen los necios, sino a respetarlas en sus singularidades y en el derecho que les asiste a no ser catequizados por la fuerza.

Pero iba a lo de los altares laicos, precisamente esos que la rapidez de información -nada que ver con la formación- acelera, se contradice, se retuerce, se esfuerza en poner de manifiesto que somos buenos y malos, gente indefensa a merced de unos poderes dispuestos para la explotación sin miramientos.¿Buenos y malos? ¡Por favor! Seres obedientes hasta en la cama, como decía el grupo Jarcha a principios de la Transición, aquella alternativa que hoy están empeñados en condenar los buenos y los malos que no respetan a nada ni a nadie.

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