Solo había tres coches en la bolsa junto a la playa cuando llegó el cuarto: un sucio Seat azul del 98. El hombrecillo escuchimizado se acercó a paso ligero y le dio las indicaciones para que aparcara decentemente, sin golpear a los demás, sin salirse de las rayas. Era habilidoso en estas tareas. Nadie se había quejado nunca de posibles fallos. Una vez el motor estuvo apagado, el hombrecillo extendió el brazo, con la palma de la mano hacia arriba, como para comprobar si llovía, y esperó. A los pocos segundos, una moneda cayó en ella. Gracias, que tenga un buen día, dijo el hombre educadamente. La familia que se bajó del coche no le respondió nada a aquel hombrecillo escuchimizado, mal afeitado, con camiseta raída de Cajasur y chaleco amarillento. De hecho, no llegaron ni a mirarle a los ojos. Ni siquiera por encima del hombro.

A él le dio igual. Como siempre. Nunca esperaba la atención dedicada de nadie. Soy como un semáforo, comentó tiempo después, cuando le entrevistó una chavala que hacía prácticas en este periódico. Pero no le dolía el trato inhumano. Ni le molestaba. Es mi trabajo, repetía constantemente en la entrevista. Lo que no sabía la aprendiz de periodista era que aquel hombrecillo no se refería a su trabajo como aparcacoches. Su verdadero trabajo, aunque igual de digno, tenía mucha más enjundia.

La familia de aquel cuarto coche bajó a la playa tranquilamente sin mirarle, pero Johnny Gorrilla sí se fijó bien en ellos. Más que bien. Los analizó. A continuación, se sacó una libretilla gastada del bolsillo del pantalón y apuntó a boli la matrícula junto a la hora de llegada y el número de pasajeros. Volvió a guardarse la libreta y esperó.

Siete coches más tarde, apareció por fin el repartidor de publicidad en su bicicleta. Como quien no quiere la cosa, pasó junto a Johnny y, sin entablar conversación, recogió de su mano la hoja arrancada de la libreta. Se despidieron con un subir de cejas y cada uno continuó a lo suyo. (Continuará en quince días).

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