Nos observan. Sigilosos e impávidos. Nos observan. Indiferentes al devenir de los tiempos, posan su mirada sobre nosotros quienes, ajenos al espionaje, continuamos con nuestro habitual trasiego. Charlas atropelladas, la propia admiración en un difuso escaparate que hace las veces de socorrido espejo o incluso esa regresión a la infancia al hurgar públicamente en orificios prohibidos por nuestras madres. Lo ven todo, como los Reyes Magos antes de Navidad. Contemplan nuestro estupor al darnos de bruces con ese reiterativo voluntario de sabe Dios qué ONG, ven la peor de nuestras muecas después de cruzarnos con ese enemigo acérrimo al que previamente hemos regalado la mejor de nuestras sonrisas y oyen los halagos proferidos a esa amiga de la infancia. Lo saben todo de nosotros y nos conocen como si nos hubieran parido, que ya es decir.

Repartidos a lo largo y ancho de la calle, los patinetes de alquiler proliferan como la mayor de las plagas conocidas. Capitaneados por algún Napoleón venido a menos, los patinetes ya se cuentan por legión. En manada, rara vez se verán en solitario, los patinetes permanecen en la vía pública esperando que algún novelero ser humano se digne a profanar su quietud. Los ciudadanos, desconfiados ante tal proliferación, los miran con desconfianza. Su precio es el principal handicap a la hora de recurrir a ellos para ahorrarles un largo trayecto. Mientras, ellos disfrutan de esa desconfianza generada y aprovechan nuestra ignorancia para observarnos, para colonizarnos, para luchar contra veladores y carriles bici en la puja por una vía pública cada vez más despersonalizada y más convertida en circo. Ellos, los nuevos colonizadores saben cómo hacernos caer ante sus encantos. Llevan estudiando nuestros movimientos desde que el primer iluminado colocó uno de estos motorizados elementos en mitad de la acera. Acera en la que, por cierto, les dejamos permanecer sin cuestionarnos su existencia o la dificultad que su presencia genere en nuestro caminar. La partida está perdida, saben que en los semáforos, cuando creemos que nadie nos mira, nos hurgamos la nariz. Ahora no dudarán en usarlo en nuestra contra en su particular batalla por adueñarse de las calles de la ciudad.

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