Puente de Ureña

Historias de la Isla

Hace 150 años se concluyó la obra del Matadero Municipal, y no queda ni rastro a pesar de que su arquitecto fue el msimo que inició las obras del edificio del Ayuntamiento, de la plaza del Rey 

Ayer, no sé por qué, mientras estaba releyendo el borrador de El arte de no escribir, y, tampoco me pregunten, el capítulo titulado, Cosas que hacen pensar, recordé una placa colocada sobre la puerta principal del desaparecido Matadero Municipal, que decía lacónicamente: "se concluio la fabrica, año de 1.871", es decir hace ciento cincuenta años. Y no queda ni rastro. A pesar de que su arquitecto fue el mismo que inició las obras del edificio del Ayuntamiento, de la plaza del Rey. Ah, ínsula iconoclasta. Allí también hubo muchos puestos de trabajo. Pero en la barataria de siempre, el caso es entrar en pérdidas, y dar con el muro.

Con once años, estando en el Estrada Arnáiz, empecé a ir al matadero. La corraleta de encierro para el ganado era tan grande que la carretera de Pery Junquera, cuando se inició, la cortó por la mitad. Y se hizo una corraleta más pequeña y desigual, en la que perdiese la vida, Diego el Mancha. No sé cómo me entró esa afición, pero de pequeño me llevaban a las corridas y a Casa Barón, a ver los coches de cuadrillas donde Rafael Ortega, que venía del campo con zahones, entraba para hablar de gallos con mi padrino. En la calle se había jugado al toro desde siempre, y mi tía me había cosido un capotillo rojo. Son los antecedentes que recuerdo. Michelo Matute, Antonio Galván, Santos Chacartegui y algunos más, íbamos por la tarde noche a las tapias a ver el ganado. El Matadero se protegía con tapias altas y con chumberas por su parte exterior para evitar la entrada. Las vacas, la mayoría retintas y viejas, pastaban en la hierba.

Las reses bravas las llevaban o muy tarde o por la mañana para evitar que se toreasen, porque la carne con las toxinas se tornaba muy roja. Y los carniceros protestaban. Pero esas vacas viejas que se venían al pecho, servían para acostumbrarte el volumen del toro y a la abundancia de pitones. Al Matadero se accedía desde el Cementerio civil por un camino de tierra que hoy es Puerto de Palos, y también por la calle General Pujales. Una tarde que entró primero Michelo, salió el guarda al que decían Loaiza, y tiraba cada peñasco contra nosotros que hacían saltar las chumberas. Había que correr la tira.

Mi padre, que se enteró por el guarda de mis incursiones nocturnas, le dijo que cuando me cogiese, que me entregase a la policía que ya me daría la paliza personalmente por la mañana. Esto me amilanó un poco, y un día que alguno me invitó a acompañarle, como me negase, dijo que si no iba, me delataría por cobarde ante la clase. Fui pues. Tarde. No había luna. Veía menos que un pescado trinchado. Con la muleta montada en la mano derecha me pegué a la tapia, para ver las sombras de las que andaban por los medios. En ello iba medrando cuando tropecé y me caí encima de un toro echado y dormido. El salto que dio el animal cuando caí sobre él, fue épico. Salió huyendo y tirando coces. A mí me revolcó al levantarse. Con una turbamulta de mugidos.

Entre el susto y el miedo me fui para atrás buscando rápido el desagüe ancho por el que escapábamos hacia la Salina del Corazón. Alguien, algún alma piadosa de los que allí paraban, había colmado el agujero de paladas de excrementos. Salimos llenos de mierda como sarcasmos de la vida.

Lo escribo porque es su ciento cincuenta aniversario, que es un motivo para que tres expertos y siete advenedizos nos culturicen sobre aquello que se canta sin haber pasado nunca por allí. En fin ínsula barataria, también entonces.

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