En las colinas de tierra albariza que rodean Chiclana por el Nordeste tienen sus campos. Los hay también en torno a otras ciudades, como Jerez, y seguro que en muchas más por toda España.

Son señores mayores, de rostro y brazos curtidos por el sol y el viento. Si se quitan el sombrero (aunque rara vez lo hacen), se aprecia que de la frente hacia arriba tienen la piel fina y muy blanca, como si en la cabeza se les hubiera quedado prendida una parte de su infancia. Suelen llevar algunos años jubilados y a media mañana, tras tomar el café con sus señoras o con sus amigos, cogen la furgoneta y suben hasta su parcela, que no es muy grande: entre mil y tres mil metros es lo corriente. En ella, viñas, algunos frutales, quizás un par de olivos o un buen bancal de habas. No falta el pozo, cuyo agua permanece fresca incluso en los asfixiantes mediodías del verano, cuando sopla el Levante y las ráfagas ardientes levantan torbellinos de polvo blanco en los que la tierra reseca sale de viaje.

Casi siempre tienen una pequeña casa, una caseta, de líneas sencillas y carente de adornos. Tras la puerta, hay una cortina de varillas que impiden la entrada de las avispas y las moscas. Más hacia adentro no sé lo que hay, imagino unas sillas, una pequeña mesa, un buen botijo, la sombra imprescindible y... las herramientas. Las queridas herramientas cuyos mangos de madera brillan pulidos por el contacto continuado de las palmas y los dedos sudorosos. Algunos de ellos, afortunados, aún utilizan útiles heredados de sus padres, tal vez de sus abuelos.

En esos mangos está escrita la historia íntima de sus dueños: guardan el recuerdo de cuando eran empuñadas con fuerza y alegría juveniles, o del contacto añorado de las manos de un anciano que fueron perdiendo la firmeza. Es frecuente que estén acompañados por un perro pequeño, blanco y negro, que permanece vigilando en el exterior de la caseta, alertando a su amo con ladridos agudos cuando ven acercarse a un extraño. Es verdad que no son muy grandes estos listísimos animales, pero echan el alma cuando ladran y en esos momentos estoy seguro de que se sienten gigantes, como mastines pirenaicos rechazando al oso que se acerca a su rebaño. Al atardecer vuelven al pueblo mirando al mar y al sol poniente. Van al bar a tomarse una cerveza o unos vinos con sus compadres y llevan aún en la mirada el brillo de las vides bajo el cielo deslumbrante. Aman ese pedazo de tierra y todo lo que significa.

No es que les guste o que se hayan aficionado. Es que la aman. Cuando enferman e ingresan en el hospital lo primero que te dicen con los ojos encendidos es que les des el alta pronto, que tienen una parcelita y que no la pueden dejar abandonada.

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