"El buen gobernante debe pasar desapercibido, como el buen árbitro de fútbol"

Javier Sánchez Menéndez

Mi abuelo repetía siempre que de política no había que hablar. Y menos en público, por si acaso había un espía entre los conocidos que fuera a delatar que somos rojos, azules o todo lo contrario. Mi abuelo pasó miedo. Vivió un tiempo feo que no conviene olvidar, pues los huesos nos gritan desde los agujeros desde no hace tanto tiempo. Era una niña y aún no lo entendía, aunque sí captaba que en sus palabras había más sabiduría que cautela.

Ojalá pudiera saber su opinión de haber vivido él estos días de golpes de pecho, exabruptos digitales por doquier y fanfarronería. No sé usted, pero me avergüenza leer muchas cosas de las que leo, oír mucho de lo que oigo. La política, en esta era exhibicionista, también es alimento del ego sobredimensionado, aunque no convenga generalizar. Esta situación permite la entrada a caballo, por ejemplo, de líderes carismáticos que de cara a la galería nadie admite que sí que los vota, oiga. Si se supiera, más de uno quedaría fatal con los vecinos del bloque de pisos. En mi pueblo a eso se le llama hipocresía.

Por eso intento tener el interés, el contraste, la formación y las lecturas necesarias (siempre insuficientes) para equilibrar la falta de experiencia (no haber vivido una guerra ni una dictadura en carne propia obliga a adoptar una actitud incluso más respetuosa y distante si cabe) y las dudas con lo que se espera de un voto coherente. Pero qué quieren que les diga, llámenme escéptica otra vez. Me cuesta tomar en serio al que pueda representarnos, gobernarnos, velar por nosotros. Me cuesta creer que los programas de los partidos, sean los que sean, de verdad nos defienden a nosotros. Sí. Me cuesta sobreponerme al pellizco de vergüenza ajena que siento al ver, en la televisión y en campaña, al cabeza de lista de cualquier partido con todos sus acólitos detrás asintiendo, aplaudiendo, haciendo la ola y todos los gerundios de peloteo que se le ocurran a usted. No se me hace difícil imaginar a muchos al compás de esa odiosa canción que ponen en todas las bodas, "follow the leader, leader, leader, sígueme", ebrios de mundanidad como en la grotesca fiesta que abre la película La gran belleza, una obra maestra que es todo un canto crítico a la superficialidad más hiriente. Y es que de política no hay que hablar tanto. Ni siquiera los políticos deberían emplear tanto tiempo y energía en vociferar ni nosotros costearles la publicidad. Lo que de veras se tatúa en la memoria son los hechos. Sólo las palabras vacías necesitan de adornos.

Mi abuelo iría a votar seguro, con un suspiro entre los dientes, y no hablaría del tema. Me llevaría de la mano, me aconsejaría, igual que lo hace mi padre. Criterio, experiencia y conciencia, más allá de campañas de marketing en las que no se sabe si el país se vende o se compra. El sentido común más allá de intereses personales es lo más valioso. Servidora, a pesar del cansancio y la desconfianza, irá a las urnas de nuevo con ilusión, por qué no, pero en completo silencio.

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