No es la única vez que un descubrimiento de la humanidad acaba convertido en instrumento contra ella. A. Nobel legó su fortuna a una fundación por cargo de conciencia debido al uso que se dio a su dinamita. El mensaje de odio y discriminación de Hitler corrió como la pólvora gracias al recién inventado altavoz, colocado en cada rincón al servicio de su propaganda. El ácido descubierto por un estudiante americano para que la soja creciera más rápido llevó al agente naranja utilizado por el ejército estadounidense como parte de su guerra química en Vietnam.

Mi intención no es hacer un inventario, sino atraer la atención sobre las denuncias a las grandes empresas tecnológicas por mala praxis de T. Harris, especialista en ética y extrabajador de Google; A. Lembke, experta en adicción de la Universidad de Standford; R. McNamee, antiguo inversionista de Facebook… quienes en “El dilema social”, documental que se puede ver en Netflix, además de curiosidades como la sorpresa que supuso el hecho de que el inofensivo “Like” acabara condicionando la vida de los adolescentes, explican cómo detrás de las redes sociales aparentemente inofensivas y gratuitas (recuerden que si no pagamos por algo, el producto somos nosotros) están grandes empresas y gobiernos que pagan por obtener a toda costa nuestro tiempo ante la pantalla. Los fines no son solo comerciales, sino también políticos y las consecuencias son terribles, desde la excesiva crispación política a problemas mentales.

Afirman que las democracias están en peligro porque funciona así: si alguien recibe y ve un vídeo terraplanista, antivacunas o contra los rohinyá (minoría étnica birmana), por ejemplo, los algoritmos lo apabullarán con vídeos de la misma temática y acabará convencido de que lleva razón. No entenderá cómo los demás no ven que esa es la verdad. El problema es que, efectivamente, los demás no lo ven porque ahora ya no nos informamos a través del periodismo, sino de las redes sociales hechas a nuestra medida. El resultado, la excesiva polarización de la sociedad.

O se exige desde los gobiernos un código ético a las grandes empresas tecnológicas o estas nos dejarán reducidos a productos de consumo. Da miedo.

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