Durante mucho tiempo se extendió el tópico ibérico de habitantes bajitos, chapuceros y cabreados. Rasgos de baja autoestima que venían a explicar nuestros complejos de inferioridad. Esa actitud de derrota que nos acompañó durante generaciones. Sería simplista, pero inevitable, aludir a la leyenda negra levantada por los enemigos como instigadora del subrayado de esos defectos. Nuestros antepasados no diferían demasiado de los paisanos de otras naciones, en contextos dramáticos muy alejados al de nuestra vida cotidiana. Los asesinos, los explotadores, la mala gente (y la buena) están repartidos por todo el mapamundi.

Los retrasos económicos y las autarquías sentimentales fueron el destino de España como nación moderna en los dos últimos siglos, depresión perpetua por la evocación de mejores tiempos que se sigue reflejando en el espíritu guerracivilista que aún nos late en el encéfalo profundo. Con nuestras rémoras y nuestras circunstancias históricas, nunca fuimos un país tan tercermundista ni éramos una sociedad tan poco mentalizada como para no remontar de nuestras carencias. A día de hoy se demuestra que el pueblo español (los nacidos aquí y también los venidos de allá y por allá) lo forma una gran mayoría de ciudadanos trabajadores y honestos, con ganas de prosperar, que asume sacrificios por labrar un mañana y que raya a más altura que sus políticos. Hay quienes se han empeñado en negarnos como españoles y hay lugares de España donde se rechaza nuestra existencia, pero los vecinos están muy por encima en su labor diaria de los que se dedican a intoxicar en escuelas, platós y púlpitos.

Los fracasos deportivos, habituales, nos justificaban como país sin planificación. Como gente fatalista. Bajita, cabreada. Poco ducha en idiomas. Un país acomplejado, a lo López Vázquez. Y en esas, con la caída del muro y una posición en Europa a tenor de la Historia, llovieron títulos, medallas y gente admirable. El deporte es autoestima, emoción colectiva. Nos enseña lo mejor de nosotros.

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