Mi amiga Pura, que es muy pura y es muy noble, me contaba ayer, tras salir de misa de a ocho en la iglesia del Rosario, que su hijo Ramoncito llevaba todo el día pegado a la tele por culpa del Carnaval. ¿Cómo le pueden gustar esas coplas?, le pregunté. No hija, no le gustan las coplas, le gustan los escotes. ¿Los escotes? Y entonces es cuando me dijo que no hay cosa que guste más en un coro mixto que un escote. Que Ramoncito antes de empezar el Concurso era Ramón, pero que se está quedando en los huesos de tanto darle para adelante y para atrás al Youtube, y que si alguien duda de la paridad en el Carnaval y critica la presencia de las féminas sobre las tablas del Falla salta a la yugular. "Y eso que él, a sus 40 tacos, nunca ha sido muy aficionado a la fiesta", me decía Pura. "Fíjate si le interesaba poco antes que el otro día lo vi llorando la muerte de Juan Rivero porque pensaba que era familia de los del coro. Yo creo que está obsesionado".

Yo, que hasta para salir a comprar el pan me pongo el velo negro, no sé cómo cualquier excusa es buena para ponerse un escote. Es el contrapunto de los octavillitas. Ellos van con bufandas y bragas para taparse las gargantas, y ellas sin embargo dando el do de pecho. Qué desvergüenza. Si yo fuera jurado de ese descerebrado Concurso más que controlar el tiempo tendría un medidor de escotes, y ay de aquella que se pasase y de los ojos satiriteros que se salieran de sus órbitas. A Ramoncito, y a todos esos depravados, los arreglaba yo a base de penitencia. ¿Queréis coro? Pues hala, ahí tenéis al de Longobardo. Cosa fina.

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