Érase una vez un joven príncipe que vivía en el extranjero. Su reino había sufrido una guerra infame en la que murieron muchos de sus súbditos. El país estaba dominado por una élite guerrera comandada por un caudillo que, pese a decirse afín a la monarquía, impidió al padre del príncipe ocupar su trono. Con el paso de tiempo, el príncipe fue estudiando todo lo necesario para convertirse en rey: conoció de las leyes y su cumplimiento, realizó la instrucción militar y dominó a la perfección muchas lenguas extranjeras. El caudillo lo acogió con cierto grado de afinidad paternal y le prometió que algún día lo repondría en su lugar en el trono, aunque ese momento se prolongaba eternamente. El príncipe se casó con una princesa, discreta y prudente. Miraba con ternura al príncipe, que se había convertido en un apuesto galán admirado por las jóvenes de palacio.

Finalmente, el caudillo falleció y todo el pueblo se preguntó qué ocurriría a continuación. El recuerdo de las matanzas permanecía impreso en sus corazones. El príncipe fue hábil, hizo pensar a las élites guerreras que mantendría el rumbo del reino que había impuesto el caudillo y sin embargo urdió una trama que permitió regresar al reino a los exiliados que hablaban por boca de campesinos y peones y, por último, retirar el poder fáctico a sus ejércitos para depositarlos en una cámara popular que imitaba la tabla del Rey Arturo.

El pueblo mostró su agradecimiento al príncipe y aplaudió su nombramiento como rey. Parecía que todo iba como la seda en el reino. Durante décadas los nuevos vientos animaron la economía y los súbditos dejaron de serlo para convertirse en ciudadanos. Se compraban coches, apartamentos y televisores, se casaban y tenían hijos. Incluso pudieron divorciarse. El rey permitió que la cámara popular redactara leyes y gobernara el país mientras que él, orgulloso y satisfecho de su labor, se dedicaba a mantener estrechas relaciones con todo tipo de personas: jeques, reyes de ultramar, vedettes o empresarios. La reina, su esposa, se mantenía en su sitio tal y como la educaron. La gente no cambia.

Sin embargo, el tiempo todo lo pudre. El mismo rey que repartía campechanía entre su pueblo, querido y admirado por todo él, permitió que la codicia dominara todas las facetas de su vida. La reina marchó a un viaje lejano y no volvió más. Las malas lenguas criticaban que el rey nunca recibía suficiente aprecio por parte de las mujeres de la corte y que no ganaba suficiente dinero para mantener a toda su descendencia, que parecía gastar más de lo que era oportuno. Tras varios incidentes, su hijo, el nuevo príncipe, le pidió que abdicara. Nadie agradecía ya al rey todo lo bueno que había hecho por el reino. Nadie, excepto una persona. Una princesa que mantenía con él una extraña amistad. Era una dama bella aunque deslenguada. El pueblo montó en cólera. Al viejo rey se le atragantaron las perdices. Y al nuevo, también. Pero qué podían hacer ya.

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