Ya sé que hay gente que les tiene manía a las máscaras, pero en lo que a mi respecta, tengo muy buena opinión de ellas, aunque a lo mejor es cuestión de recuerdos infantiles y cosas por el estilo.

Por ejemplo, El Coyote, inolvidable personaje novelesco de José Mallorquí, que dio lugar a tebeos, películas y no sé cuántas cosas más, era un enmascarado ejemplar. Bajo la máscara del Coyote se ocultaba don César de Echagüe, un hidalgo justiciero, novio de Leonor de Acevedo, quuien no sabía lo que andaba haciendo por su cuenta el aparentemente afeminado y timorato prometido. Paro, ya, ya: que se lo pregunten al malvado general Clarke, ese despreciable gringo enemigo acérrimo de los nobles y distinguidos californianos. Don César se plantaba su traje de charro, su sombreo de ala ancha y, desde luego, su máscara, y que le echaran un galgo, porque era astuto y valeroso hasta más no poder. Los chiquillos nos apiñábamos frente a la radio para escuchar sus siempre fascinantes aventuras. El que suscribe se zampó todas las novelas, tebeos y películas del Coyote con auténtica fruición. Lamento decir que las versiones más modernas del personaje me han parecido menos satisfactorias, con permiso de don Mario Camus.

Y, ¿Qué me dicen de El Guerrero del Antifaz? Como se publicaron más de seiscientos tebeos de este formidable personaje, no conseguí leérmelos todos, pero sí un montón de ellos. Una de las conclusiones que extraje de esa lectura es que la óptica no estaba muy desarrollada en tiempo de los Reyes Católicos, ya que, por mucho antifaz que se pusiera don Adolfo de Moncada (así se llamaba el guerrero), con semejante masa muscular, la cota de malla de siempre y el sayo colorado con su cruz, cualquiera no muy cegato le hubiera identificado inmediatamente. Pero es que su enemigo Alí Kan andaba mal de la vista; no así Doña Ana María y el escudero Fernando, que se pispaban de todo. También deduje que hay padres desnaturalizados, porque no hay derecho a que un padre, por muy putativo que sea, la tome así con su retoño. Ali Kan era malo, muy malo; en cambio el Guerrero del antifaz era un dechado de virtudes.

También ha habido enmascarados malotes, como los Golfos Apandadores de Disney, que en realidad resultan más bien ingenuos, porque se ponen su antifaz, pero no se molestan en quitarse sus trajes de presidiario con número y todo. Encima, todos sus intentos de robo les salen fatal, así que acaban resultando conmovedores.

Hay enmascarados modernos que me resultan menos simpáticos, pero tampoco están mal: Darth Vader, V, Batman, Fantasma, Hannibal Lecter… Era mejor enmascarado el Fantasma de la Ópera, magistralmente interpretado por Lon Chaney en la mejor versión cinematográfica de la novela de Lerroux. Por último, la "máscara- putada" o máscara de hierro, que es la que le encasquetaron la literatura y el cine a un misterioso personaje preso en la Bastilla. Voltaire da fe de su real existencia, y Don Alejandro Dumas le sacó partido en "El Vizconde de Bragelone" para que se lucieran los tres o cuatro mosqueteros. La versión cinematográfica con Di Caprio, Depardieu, Malkovich y demás está bastante bien traída, o, por lo menos, a mi me gustó.

Total que: ¿a qué viene tomarla con las máscaras, como hacen ahora algunos necios?

Las máscaras son un elemento cultural de primer orden, como sabía don Sigmund Freud, que las coleccionaba. El retornado comparte esa afición con Freud, pero por razones completamente distintas.

Muchos años de dedicación al teatro han logrado que escriba este artículo rodeado de máscaras. Desde la pared de la derecha me contemplan los señores Zanni, Arlequín, Ubú, Madre Ubú, el fantasmón de "El Deleytoso" y una máscara de burro mexicana, que me gusta mucho. Por la izquierda, dos máscaras guatemaltecas de jaguar y conquistador español y un japonés sardónico hecho de paja de arroz. ¿Cómo no voy a querer a las máscaras?

Porque hay máscaras que ocultan, pero hay otras que definen la personalidad del enmascarado. Por ejemplo, las de la Commedia Dell'Arte italiana: Arlequín, Pantalone, el Doctor, el Capitán… Sin ellas el personaje no sería tal, son imprescindibles. Daio Fó fue un maestro de la máscara pintada, y cerca de Venecia Sartori sigue teniendo el mejor taller mascarista del mundo, doy fe de ello.

Las máscaras del teatro clásico también estaban muy bien, porque servían de altavoz a los actores y mostraban la expresión humorística o trágica para que el público supiera si tenía que reírse o llorar en cada caso. Las cosas claras.

Permitidme que renuncie a escribir sobre las máscaras del Carnaval gaditano, porque eso sería intrusismo por mi parte, ya que existen muy autorizados expertos sobre el particular.

Finalizo: mis nietos me han liado para que dediquemos lo que queda de verano a realizar un taller de máscaras. ¡Menudo compromiso!

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