Análisis

Tacho Rufino

Echar de menos la sala oscura

Desde la aparición de Windows y sus múltiples ventanas, mutaron radicalmente los procesos de conocimiento y consumoLas series son un ejemplo de la adicción a pequeñas y múltiples dosis que trajo internet

Saber que no son pocas las personas que se pegan una tarde y parte de la noche viendo todos los capítulos de una serie ha llegado a causarme una sensación de fuera de juego aún mayor de la que tengo de vez en cuando en una crisis tecnológica de andar por casa: una clase on line en un aula insospechada y en la que los alumnos no te oyen, una firma digital imposible de estampar en un documento urgente, un secuestrador del navegador que no hay forma de eliminar, un listado con decenas de opciones de configuración de las aplicaciones del teléfono. Pero, ya digo, lo del maratón de series de Netflix o HBO me ha movido al fuera de juego, con un renovado riesgo a caer en la misantropía. En realidad, no es odio al congénere, todo o más un poco de envidia; y no se trata de rabia por ser ellos más apañados que yo con los dispositivos, o más capaces de pegarse la remada en el sofá cinco horas. Es esto, en realidad: es verme incapaz de conseguir el placer doméstico que otros consiguen a tiro de mando a distancia; incapaz de estar atento tanto tiempo a nada. Por socializar y participar del friquismo, por dar conversación que no sea política o pandémica, suelo declararme fan de Breaking Bad; cuando fan, lo que se dice fan, yo sólo lo he sido de Cruyff, Cardeñosa, Woody Allen, Dylan, los Beatles y muy poco más. Pero esa serie tiene un personaje homérico, resolutivo, orientadísimo a la tarea y francamente mentiroso: Walter White es bastante ídolo para mí, y su mujer Skyler, también, por virtudes complementarias, belleza aparte. Pero no teman: aunque mencione con soltura esos nombres de personajes, no podría poner en pie ni una temporada y ni siquiera de qué va con precisión la serie: no tengo capacidad de seguir un capítulo completo. Suelo hacer un sudoku mientras, puesto a confesar hoy aquí. He ahí la diferencia más allá de la duración de esas piezas semicompletas llamadas capítulos, agrupadas en temporadas o grupos de temática autocontenida: en la sala de cine no hay luz, no puedes ver nada más que la pantalla. Y esa obligación hace virtud.

Quizá usted tampoco haya conseguido ver completa en la tele ni una sola vez Lo que el viento se llevó, sin caer en los brazos de Morfeo uno o dos buenos ratos en los intentos: es como las clases de dos horas, en las que los rendimientos del aprendizaje menguan aceleradamente a partir de los 70 minutos. Puede que usted, como yo, se haya planteado si tiene alguna tarita de esas que en su niñez aún no se habían tipificado. Yo tengo una coartada para eso: usted no tiene déficit alguno de atención o concentración, es que nos han cambiado las reglas del juego. Hicimos el bachiller y la carrera con un esquema de aprendizaje lineal, de clases, manuales y apuntes, con una clara limitación de posibilidades de acceso a la información. Si la limitación es un hándicap por definición, el exceso de información y sus fuentes es el camino más corto a la superficialidad: heredero de las ventanas de Windows, múltiples y abiertas a la vez, Google crea el vicio del conocimiento inmediato y con pies de barro. Hoy se puede saber casi de todo a tiro de clic y Wikipedia, otra cosa es que se sepa algo con una mínima profundidad, más allá de unirse a un volátil curso de opinión en una red social, lo que te llena las cananas de munición de fogueo para soltarla en la barra de un bar como un verdadero sabio (epidemiólogo, polítólogo, analista de ocasión de lo que sea). Las series, de hecho, son una adaptación del cine -del largometraje- a un metraje entrecortado, fragmentado, en entregas o píldoras, sin que cada una de tales entregas atragante nuestra nueva forma de conocer. Es lo que internet ha hecho con nuestras cabezas. Unos yonquis de la dosis... y a otra cosa, mariposa.

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