Casi a diario entramos o salimos, paseamos, o simplemente, alguien nos lo recuerda. Yo, sin embargo, recuerdo cuando hace ya muchos años aquella entrada del Puerto seguía conservando aquellas construcciones junto al rio, y hoy, entro y salgo, cada día, haciendo una extraña curva para sortear un proyecto inacabado, el pozo sin fondo donde las dulces subvenciones se perdieron.

Y es que, al final, ni aparcamientos, ni puestos de trabajo, ni jardines. Solo queda soledad desangelada frente a un rio inacabado. A veces nos preguntamos el porqué, y para casi todos, para la amplia mayoría, dándonos igual si es un aparcamiento o un paseo, vemos el paso de los años, y una imagen deplorable de una obra inacabada.

Atrás quedan las promesas de los unos y los otros, las protestas de unos pocos, y el anhelo de muchos por ver acabado aquello que empezó. La única realidad es la subvención que algunos se embolsaron, la oscura reacción y la soledad enlodada de una entrada natural a una ciudad en donde es mas fácil pintar a caraperro que cumplir con la legalidad de pedir un permiso para recoger un desconchado.

Pozos Dulces, la calle de las dulces promesas, ariete de unos y de otros en campaña, pero, en definitiva, una entrada ruinosa donde sería mejor nivelar y olvidar que seguir dejándola como mudo testigo de la incompetencia, de la mala gestión y del oportunismo.

Y es que, no siendo fácil el general contento de todos, en ocasiones se hecha en falta la contundencia de, al menos, adecentar lo que es fácil de adecentar. Pasan los años, y de seguro que seguirán pasando, y al final, en función del lugar que se ocupe, las palabras y promesas seguirán estando por encima de la lógica. Pero quizás, y solo quizás, algún día, la cordura asfalte y adecente, y el pozo, negro y oscuro de aquella calle volverá a ser el Dulce paseo por donde entrar y salir de la ciudad, una ciudad sumida en una política en donde sobrevivir es el único objetivo, la ciudad que paso de los cien palacios a las mil promesas y las tres mil denuncias.

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