De aquellos domingos de Resurrección de mi infancia isleña, es decir cuando yo vivía la Semana Santa ilusionada y luminosa, no recuerdo más que la paradójica tristeza que infundía una imagen en procesión que nunca fuimos a ver en familia: un Cristo triunfante que se me antojaba escuálido y una propina escasa para seis días de esplendor de música y olores. Parecía que el hombre-dios salía de paseo para mostrar su gloria divina, la culminación de su mensaje, el asidero para la esperanza de los mortales, y éstos en cambio lo recibían con una piadosa indiferencia, resignados y aguantándose las ganas de entonar el "pobre de mí", como unos sanfermineros suspirando por la vuelta de la fiesta.

De nada valía que desde las oficialidades y desde los otros mundos católicos, los concienciados y los progresistas, se insistiera en que ese domingo de campanas y esa madrugada de velas y rasgar de velos eran el pilar verdadero de la fe, la demostración de que ese hombre maltratado e injustamente ajusticiado era también dios, y que su resurrección abría la puerta a todos los optimismos. Nada, lo que la mayoría de la gente esperaba era otra resurrección, la de las cofradías que mostraban el dolor, el miedo, la tortura, la muerte terrible de un humano sacrificado. Como si todos fueran los verdaderos autores de esa joya de la poesía mística española, el soneto que explica lo que lleva al amor por Cristo: "Muéveme el verte clavado en una cruz y escarnecido; muéveme el ver tu cuerpo tan herido, muévenme tus afrentas, y tu muerte".

Así que había, y hay, aglomeraciones, multitudes, y explosiones de fervor, risas y lágrimas ante, bajo y cabe el espectáculo del sufrimiento humano indecible y una general calma y normalidad ante el milagro supremo. Supongo que el pueblo ve mucho más cercano a su realidad toda esa tragedia y, en cambio, siente las resurrecciones como otra cosa, cosas de dios y sólo a su alcance.

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