Vinieron y se quedaron, olvidaron mejores climas y huyendo de un invierno famélico se asentaron a descansar para seguir su camino. Desde las alturas de una plaza huérfana se dejaron calentar por un sol de inviernos desconocidos, y al final, cuando llegó la hora de partir, anidaron para no marcharse.

Testigos de las olas, de las idas, las venidas, y de marchas con acordes de campanillas, siguen planeando en las alturas, jugando con cientos de gaviotas que, en perfecta armonía, juegan con ellas en sus primeros vuelos.

Ajenas a problemas mundanos, a la lluvia, y a nuestra desesperación y encierro, otean el horizonte de un brillante Puerto que se despierta. La esbelta figura se recorta entre algodones, vigilante de su nido, en cuyos huecos, algún gorrión perezoso aprovecha para hacer su casa, con la paz de que ella no le molestara.

Abajo, mientras apuro el café, me siento observado, y en la limitación de mis piernas, que solo me llevan a caminar, noto como alza el vuelo, abriendo en toda su envergadura sus enormes alas. Con cuidado se posa en el monumento mientras me sigue observando, sonrío y pienso que es la misma que a veces me deja su regalo en la azotea, blanco y enorme.

Nos miramos y se despide para volver a dejarme con la sensación de que a veces no nos damos cuenta de cuán limitados somos, de la escasa libertad que tenemos al no poder alzar el vuelo, de la débil visión que tenemos de nuestra propia ciudad, a la que solo vemos, a vista de pájaro, cuando empleamos esfuerzos de los que no disponemos.

Cierro lo ojos y vuelo con ella, y entonces, en ese instante, se llenan mis pulmones de una aire limpio y salino, un aire en el que no hay ni maldad ni rencor, ni ansiedad, ni envidia, pues solo hay Puerto y Libertad, sencillez y claridad blanca y espumosa, en donde desde el verde de los pinos, al verde de la mar, solo una franja blanca de espuma y sal rompen la monotonía, creando un paisaje verde, blanco y verde que me hace comprender la grandeza de esta tierra.

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