El problema de planteamiento que ha tenido la serie El Cid ha sido el del relato lineal, comenzar por la juventud, por los años mozos de instituto y botellón, del caballero: convierte las intrigas medievales en un remedo de telenovela juvenil con esbozos de Juego de Tronos y aire de Los juegos del hambre. En estos tiempos de saturación audiovisual, de aventuras de aluvión, todo parece recordar a algo y todo se parece a... De un vistazo un joven espectador cree aquí que los de Élite se han ido de mercadillo medieval.

Y es una pena que se abarate la figura de El Cid porque nuestra Historia de iberos exaltados es infinitamente más interesante que las penurias de todos los Lannister. Incluso en esta serie queda esbozado al menos ese espíritu cainita, a veces egoísta pero siempre vehemente, con que nos hemos gastado con las fronteras de las fincas y el resquemor a las otras familias. Nuestra historia da para decenas de series más interesantes que todas las que hagan clonadas de Star Wars.

De primeras Jaime Lorente tenía difícil dar empaque a El Cid y es un joven Capitán Trueno gore en una producción nacional de cierto presupuesto y que no va a sorprender al resto del planeta. Era una oportunidad para levantar la voz sobre nuestra Historia, sobre nuestros superhéroes y la importancia y complejidad que ha tenido nuestro país como vértice fundamental de Europa. Este Cid parece llamado a amontonarse en el almacén. Ya pasó con las secuelas de Isabel o con Toledo.

En la producción de Amazon, donde hay secundarios de la solvencia de Echanove, José Luis García Pérez o Ginés García Millán, hay esfuerzo por el rigor y el tenebrismo interior de ciertos personajes, pero el déficit se encuentra en los diálogos, a ratos en la ambientación, y en unas conversaciones y pronunciaciones que restan verosimilitud a la epopeya vital del burgalés. El Cid debería de haber comenzado ya en su esplendor, narrando en flash backs las saltarinas peripecias de escudero. La saga podría tener oportunidad en una continuación más madura.

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