Hay un viejo dicho que vincula a dicho instrumento con la felicidad, y el Puerto, ciudad cuna del Flamenco, se nota que quiere estar más contento que unas castañuelas. El repique que hacen esos dos trozos de madera es como el que hacen los pros y los contra de unos y de otros. De unos hablando bien de otros hablando mal, y es que, si los orientales tienen el yin y el yan, nosotros tenemos el tic tac, tacatá.

Lo malo es cuando el compás no se sigue, cuando las maderas chocan sin sentido, produciendo un ensordecedor ruido, penetrante y arrítmico que más que felicidad, causa desasosiego. Entonces, las castañuelas se convierten en un verdadero coñazo.

Un buen compás es criticar que hay zonas abandonadas y alabar si se arregla. Es la armonía de advertir de un fallo y la empatía de corregirlo. Pero a veces, el sonido es como un martilleo cansino de críticas y advertencias, de amenazas y trapos sucios, y por otro lado el constante autobombo de la alabanza y propaganda.

Quizás, y solo quizás, y sobre todo, muchos políticos, por no decir todos, necesitarían que les dieran clases de flamenco alguno de nuestros muchos y buenos artistas, en ese plural que ahora hay que explicar que incluye al masculino y femenino. De ese modo, y a compás, El Puerto sí que estaría mas contento que unas castañuelas, porque de momento, y como va la cosa, aquí cada uno toca las castañuelas como quiere, se las toca a quien no debe, tocándose las palmas a si mismo para mortificación de los que tenemos que bailar.

Puede que con un poco de suerte los que tienen que llevar el ritmo, que son todos los que están subidos al escenario, no solo los de la compañía contratada, terminen por darse cuenta de que gobernar una ciudad no es subirse al escenario para lucirse solos o echar por tierra el espectáculo, sino para que quienes están abajo pasen un rato agradable. Esperemos que estos flamencos aprendan algo de los que lo son de verdad.

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