Desde su trono, en la tribuna preferente de la carrera oficial, el alcalde observaba. Quería saludar con solemnidad a su pueblo, pero nadie le miraba. Solo sus asesores le agasajaban y tocaban palmas a su lado. En frente, en la cabalgata, pasaban cientos de personas con máscaras que reproducían la cara de David Calleja, concejal de Fiestas. Cada cual con su disfraz, la gente bailaba villancicos modernos, siguiendo distintas coreografías, todas creadas por David Calleja, soberano de la Diversión. La carroza más impresionante, la última de la comitiva, portaba una esfinge, con pose de esfinge, con la cara de David Calleja mirando hacia delante, imponente, más magnánimo que el propio alcalde. El resto de carrozas portaban Callejas caracterizados de varios personajes religiosos, mitológicos y disneylógicos. Todas las bateas, en su parte trasera, llevaban la foto oficial de David Calleja, rey festivo, con su nombre debajo, por si alguien, en su despiste, no sabía quién era. Publicidad oficial del concejal, organizador de eventos, para patrocinar el desfile.

El público vitoreaba su nombre. ¡Calleja presidente!, clamaban. ¡Calleja, tutélanos! ¡Calleja, dótanos de sentido! Y más cosas que gritaban, algunas enfáticas y otras más periféricas. Pedían su presencia real antes las masas. Querían verle a él, no las máscaras con su rostro. Querían tocarlo, olerlo, palpar sus bolsos. Aunque nadie lo encontraba entre tantos pseudocallejas, la gente quería hacerse un selfie con él, subirlo a internet y petar las redes.

Entonces, el alcalde pidió a los guardias que se descoordinaran sin alardes polémicos. Se ajustó la corbata y bajó despacio de la tribuna. En su digna retirada, se acercó a una niña y le regaló un caramelo de propaganda que llevaba en el bolsillo, cuyo envoltorio llevaba el retrato de Calleja, forjador de tradiciones. Fue a decirle algo pero sus palabras fueron silenciadas por la megafonía. Tronaba la voz del concejal de Fiestas con mucho eco: Gracias, os quiero, gracias.