Días atrás leo que una representante de la política local metió la pata en su Facebook con un comentario desafortunado. Quiso deshacer el entuerto borrándolo, pero aumentó la bola de nieve. Si se comete un error es mejor dejarlo secar al sol para que madure y caiga solo. Asumir la cuestión con estoicidad. No es bueno demonizar a nadie en esta situación, creo, pues no es el primer caso ni será el último, me temo. Hay sobrados ejemplos de gente pública que se autoboicotea. Y el coraje que da, pues no hay peor colleja que la que uno se da a sí mismo. No juzgo y suelo pensar bien sin mirar a quién, poner la empatía a funcionar: apuesto por la candidez e inocencia del impulso inconsciente. O cómo una pamplina puede desembocar en una locura desproporcionada. También lo he sufrido, a otro nivel, pero el daño es el mismo. Y es que llevamos el móvil como un apéndice, más que del cerebro, de la lengua, y esta constante exposición entraña grandes riesgos. Si de cervezas con los amigos somos políticamente muy incorrectos, no creo que haya nadie que nos grabe para difundir nuestro momento de gloria, ¿verdad que no? Todos tenemos derecho a pensar como nos da la gana, por supuesto. Solo faltaría que la autocensura y la nula libertad de expresión se rotularan en letras gordas en aquellos carteles de las tabernas añejas en los que rezaba "prohibido cantar". Un momento carajote lo tiene cualquiera, incluso los políticos en campaña. Además, ser de Cádiz y estar en Cádiz debería ser un atenuante, ya que el exceso de guasa en el aire no se entiende si no se mama aquí, o eso dicen. Yo qué sé.

En el traicionero universo de lo viral, un pensamiento peregrino puede, si no destruir una reputación, sí fastidiarla bastante. El disgusto está asegurado, aunque presumamos de piel gruesa y las pedradas virtuales en forma de capturas de pantalla duelen, duelen mucho. Las lapidaciones son sofisticadas hoy día, y siempre me viene a la mente la hilarante escena de La Vida de Brian de los Monty Python, donde un puñado de "mujeres" con barbas postizas (exquisita metáfora y acertada crítica a la hipocresía social) pretenden ejecutar a lo bestia al supuesto blasfemo por pronunciar el nombre de Jehová en vano.

Es muy fácil caer en la red de la engañosa libertad que ofrece una pantalla. Cuando somos conscientes, ya el aguijón está dentro y el veneno paralizante se extiende de forma veloz. Leí en algún sitio que, igual que nos ocurre al volante, en redes sociales se despierta lo peor de las personas. Todos espías y jueces implacables, todos verdugos y víctimas. La jungla del algoritmo feroz. Y es una pena. Después de las heridas llegan las cicatrices, y muchos ya nos cuidamos, nos autocensuramos, sí, aunque no sea justo. Es el miedo y sus consecuencias. Es procurar no herir, o no herirnos a nosotros mismos.

Los nativos digitales del futuro usarán con conocimiento, coherencia y contención las redes sociales. Habrán aprendido de los errores del pasado y conocerán las reglas de comportamiento tecnológico. Pero hay que admitir que usted no tiene ni idea, ni servidora tampoco. Acabamos de llegar, relativamente, a este follón de redes, que son más bien almadrabas y nosotros los atunes desorientados que se desangran en rojo chillón en cada levantá, y la sangre en el agua atrae a los tiburones, ya se sabe.

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