No me gusta engañar a mis lectores. Si quieren ustedes que sea sincera, la verdad es que a mí ya no me dicen piropos. Cuando era joven alguno que otro caía, pero hoy lo mejor que escucho es alguna gentileza debida más a la buena educación que a lo atractivo de mis viejas y arrugadas cachas. Pero me encantan los piropos. No los borderíos. Me gustan los piropos elegantes e ingeniosos.

Pero la cosa parece que está chunga. En un Carnaval de Castilla, no es invento mío, han prohibido los piropos. Así como lo oyen. Por aquí vamos por el mismo camino y dentro de poco pondrán a los hombres anteojeras, que así se llaman lo que ponen a los caballos, para que no se distraigan y miren hacia los lados.

Me gusta que me cedan el asiento cuando voy en autobús. Y me dan pena esos zagalones, vestidos con sudaderas y la capucha puesta como si fueran monjes, que se hacen los distraídos cuando una vieja sube al autobús para no cederles el sitio.

Me gusta que me cedan el paso al atravesar una puerta. Es una cortesía muy antigua, pero me gusta. Como me gusta que me den los buenos días por las mañanas. Me encanta dar las gracias por cualquier motivo, por nimio que sea.

Me gustan los piropos educados. Y lo siento por las muchachitas jóvenes que nunca sabrán lo agradable que resulta que te llamen guapa. Sin violencia, sin acoso y sin machismo. Simplemente guapa.

A otras, a las horrorosas, no hay quién las piropee.

Con o sin prohibición.

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