Desde la seguridad de mi balcón vi como la columna de espeso humo gris me llenaba los pulmones, las pesadas volutas subían y subían y el estruendo de mil truenos, de rítmico sonar, inundo todo el espacio que alcanzaba mi vista, nublándome los sentidos.

De pronto la gente comenzó a correr hacia el lugar de donde provenía la columna de humo, y entonces, el canto de mil sirenas de latón anunció lo inevitable. Lejos, tan lejos que mi mano alcanzaba a rozar la de mi amigo del este que vivía cerca de mí, las columnas de humo tenían un oler acre, y las calles se llenaban de una espesa capa de negra ceniza y de restos de toda una vida.

Los amigos de mi amigo no miraban el espectáculo desde la seguridad de su balcón y nadie se fijaba como la gente corría en una u otra dirección, huyendo o socorriendo.

Allí, lejos, tan lejos como podía estar el corazón de mi amigo, el estruendo de mil truenos se teñía de luminosos colores de los rayos que bajaban para quedarse en forma de enormes calderas, mientras la sirenas no entonaban La Madrugá, sino la lastimera y horrible marcha de la muerte.

Desde la seguridad de mi balcón escuché el racheo de las pobres alpargatas con sabor a guerras lejanas del pasado, arañando un firme remanso de paz, como el de mi amigo, que escuchaba el sabor de la huida y la desesperación, arrastrándose por las devastadas calles de un siniestro itinerario.

A veces, sin darnos cuenta, sentimos lejano lo que quizás esta muy cerca, igual que en aquellos no tan lejanos momentos, esos en los que la muerte la mirábamos de refilón, hasta que nuestros ojos se posaban en la cama del hospital, donde un ser querido agonizaba como aquellos tantos otros que sentimos tan lejanos.

El mundo, el maldito mundo de la globalización nos acerca tanto que al final, nada es tan lejano, nada tan ajeno, y la única diferencia es el olor del ruido. Desde la seguridad de mi balcón sentí el miedo de aquello, que siendo tan lejano me dejaba el negro sabor acre de la pólvora ahogando mis oídos.

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