A veces, las emociones no dan tregua.El sábado que salga este artículo y, si todo ocurre como está previsto, me sentiré, como todas las madres, conmovida ante la boda de mi hijo menor. Estamos tan contentos que me parece flotar en un sinfín de emociones. Gran parte, debida a los recuerdos de los que no pueden acompañarnos. Otra, por podernos reunir con tantos a los que queremos. Su cercanía siempre es de agradecer, sobre todo, si tienen queatravesar el país.

Las bodas son actos alegres por sí mismas, porque reúnen a gran cantidad de familiares y amigos. Con las edades que tenemos, nos encantan estas celebraciones.

Los jóvenes no lo pueden saber, pero es que si no, corremos el peligro de vernos tan solo en los tanatorios, que es otro lugar dónde confluimos, pero a dónde llegamos bastante menos guapos.

Mi hijo pequeño, ─que ya no lo es─, siempre seguirá siendo mi hijo pequeño. Creo que ha elegido muy bien a su compañera. O que se han elegido uno a otro. Estos días previos a la boda, como tantos otros jóvenes en las mismas situaciones, están controlando que todo quede bien para que pasemos un día agradable. Yo creo que se preocupan demasiado. Las exigencias de los que se casan hoy día no tienen nada quever con las de antes.

A mis veintidós años, solo entendía con quién quería pasar el resto de mi vida y lo demás, me daba lo mismo. Cuando dijimos que nos casábamos ese verano en que yo acababa de estudiar, a nuestros padres les debió de dar algo… pero entonces estaba demasiado lejos de entenderles. ¡Claro que no lo íbamos a celebrar! El poco dinero que teníamos reunido sería para un viaje larguísimo hasta el valle de Arán. Lo haríamos nuestro propio coche y con riquísimos bocadillos algunos días.

Nuestros padres optaron por celebrarnos la boda que nosotros, jamás hubiéramos podido pagar. No elegimos lugar, ni menú, ni flores, ni música, ni invitados. No llevábamos ajuar, ni piso comprado, ni tele. Eso sí. Pudimos invitar a todos nuestros amigos. Muchos de ellos seguirán acompañándonos. Me siento muy agradecida.

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