Ahora que el debate se centra en si hemos de vacunar o no a nuestros hijos menores de doce años contra el maldito covid-19, utilizándose incluso las propias aulas escolares para ello, no puedo sino pensar en Francisco Cid Fornell, maestro de luz de esos que alumbraron nuestra infancia, aquella época en la que aún se trataba de don a los profesores. Su cabello cano le atribuye quizás un poso de sabiduría, dignificadora de su labor, imponiendo respeto a su figura. Cid es uno de los más importantes docentes de toda España, con múltiples premios y publicaciones en el ámbito educativo, y un día lloró. Ese fue el comienzo. En su casa, bregando con las escarpadas conexiones de internet en pleno confinamiento, lloró por no poder despedirse personalmente de los niños y niñas, de sus alumnos, como acostumbraba a hacer cada final de curso escolar.

Francisco Cid valoró a esos alumnos que se sobrepusieron a una situación tan crítica y luctuosa como la acaecida en los meses posteriores al 14 de marzo de 2020 y cayó en la cuenta de que esos niños a los que robaron la vida, sus amigos y compañeros, las carreras por el patio de la escuela a la hora del recreo, merecían un reconocimiento. ¿Cuál sería el más adecuado? Pocas dudas: el Premio Princesa de Asturias de la Concordia.

Y fue entonces cuando Francisco Cid comenzó a pergeñar su nuevo objetivo, luchar por una causa justa, erigirse en paladín de los que no son débiles ni desfavorecidos porque carecen de los prejuicios y preocupaciones que la edad impone a los adultos. Iba a crear una campaña para conseguir ese premio para los "héroes anónimos" españoles. Víctimas de un encierro inmisericorde, la alegría e inquietud de nuestros niños y niñas nos animó a seguir avanzando entre los surcos de nuestra vida, a no parar ni para expirar, a enfrentarnos a miedos y tristezas propios y ajenos. Su mera sonrisa, la esperanza perpetua tintada en sus ojos, la blanca ilusión infantil, nos ayudaron a plantarle cara a la pandemia. Sólo por eso merecían no este premio sino cualquier otro que pueda ocurrírsenos. Pero, además, encontramos al impulsor e ideólogo de la campaña. Francisco Cid es otro de aquellos docentes de antaño y mañana que continúan hoy día encerrándose en clases de ratios volubles tratando de enseñar y, de paso, educar; todo bonhomía y sentimiento, amante incondicional de su oficio, tan vocacional como desgastador. Lo dice un hijo de maestros que también impartió clases durante muchos años.

Por eso quiero aportar mi pequeño granito de arena a esta noble propuesta desde la humilde atalaya escondida que defiendo en el Diario de Cádiz y pedirle, amigo lector, que comparta este artículo. Cuantas veces pueda. No es cosa de egos ni vanidades, se lo aseguro. Es el único modo posible para que una buena causa obtenga el final feliz que merece. La difusión, el apoyo, la publicidad, la promoción. Fundamentales. Nuestros niños y niñas bien merecen este mínimo esfuerzo. Ojalá les concedan finalmente tan prestigioso premio en un país donde la concordia parece hallarse en busca y captura. Y todo ello será, principalmente, gracias a un humilde y esforzado maestro que sonríe. Y lloró.

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