La esquina del Gordo

Adelante, que pase la Navidad

Se ha impuesto la aparatosidad en que todo se mide por el número de bombillitas

Los que me conocen saben que tengo una cierta prevención a que me digan que he de ser feliz a plazo fijo; bueno, en realidad a lo que tengo aversión es a los decretos, esos que surgen bien con fines comerciales, políticos o de cualquier otro tipo.

Quiero decir que los espumillones, los abetos naturales o made in China, el muérdago, las bombillitas en los marcos de las ventanas y la coronita de no sé qué en la puerta de entrada, aparte de ser un remedo de la cursilería con que los norteamericanos celebran estas fiestas que, también por decreto, deben ser entrañables, ¡la madre que los parió!

Claro que son muy libres de seguir siendo fieles a sus tradiciones igual que nosotros tendríamos que empeñarnos en perpetuar las nuestras, las auténticas, no las importadas. Me da que si se varían los conceptos se comete un fraude y, en este caso, copiar estúpidamente el modelo de la familia americana, es una forma inicua de abominar de la nuestra, caso de que las familias de hoy sean las mismas que las de nuestra infancia, y creo que no. Hoy el hogar ha dado paso a un lugar de encuentro habitual donde cada uno tiene, o aspira a tener, su habitación, señal de independencia, a cubierto de sus necesidades, con libertad para coincidir o no en la mesa, que siempre habrá un frigorífico y un microondas para salir del apuro.

Con este esquema, evidente, qué más dará que se imite a los americanos, a su Santa Claus y a sus chimeneas con calcetines de fantasía colgados en derredor que, eso sí, como todo lo demás forma parte de un decorado-tipo diseñado por los grandes almacenes, verdaderos impulsores de todo el espectáculo.

¿Qué estoy diciendo? ¿Que eran mejores aquellas Navidades nuestras en las que se reunían las familias, hacían las tortas, pestiños, empanadillas de cabello de ángel…? Pues, sí, eso digo a despecho de los giliprogresistas, incapaces de tener raíces, enemigos de los afectos sinceros, de los sentimientos más elementales, de los propósitos de enmienda que eran, no hay que dudarlo, el espíritu que se respiraba en las navidades ya casi olvidadas.

¡Navidades de pobres! ¿Perdone? ¡De ricos generosos y agradecidos! De ricos porque éramos ajenos a la envidia, ricos porque creíamos en la esperanza, porque la paz que deseábamos tenía como finalidad penetrar en la conciencia individual para desterrar de cada uno la soberbia, la envidia y la indiferencia, requisito indispensable para alcanzar la verdadera felicidad.

Muy poco de aquello permanece hoy. Se ha impuesto la aparatosidad donde todo se mide por los millones de bombillitas, la altura de los árboles artificiales, los alardes materiales con muchos medios y poco corazón. También con una multitud de intermediarios que consiguen llegar más lejos la caridad a masas anónimas, mientras evidencian que esa caridad institucionalizada es la manera de sustituir a la justicia.

No, no soy un entusiasta de la Navidad comercializada, sigo prefiriendo las de zambomba, pandereta y aguinaldo. No obstante y pese a esa rémora, aprovecho para desearle, lector y amigo, la Paz y la Felicidad no solo por estas 'entrañables fiestas', sino para todos los días del año.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios