Normalidad. Sí. Pero seguimos en una caprichosa distopía propia de una novela de Orwell o Atwood, en esta realidad extraña frente al enemigo invisible pero no innombrable, pues es la estrella absoluta de los informativos y los programas de reportajes especiales en la televisión. Millones de entradas en Google. Protagonista en todas las conversaciones. Y sí, pasará a la posteridad porque a los que lo contamos nos robó muchos días de vida, el aliento y la sensación de seguridad (ficticia, siempre ficticia, pero no éramos conscientes) con la que caminábamos y nos rozábamos los unos con los otros. Recuerdo la primera vez que pude "escapar" al supermercado a la búsqueda de víveres. Parecía un actividad sórdida, clandestina. Son recuerdos nítidos, claro, porque fue ayer mismo, a pesar de que lo vivido, no sé si a usted le ocurre igual, al rememorarse regresa envuelto en humo, el mismo que siempre está en los sueños y las pesadillas. Las miradas cruzadas en los pasillos, el absoluto protagonismo de los ojos y tanta perplejidad o miedo en ellos. El silencio, el mudo hilo musical. Y la prisa por volver a casa y desinfectarlo todo. Quitarnos las posibles huellas del miedo. Quizás algunos nos adaptamos mejor a estos cambios drásticos en nuestro pequeño trozo de mundo, pero el vértigo llega cuando se cae en la cuenta de que son cambios a un nivel superior, ¿verdad? Los más jóvenes lo habrán vivido cuando lleguen a ser frágiles, tanto como los que ya no están. Podrán hablar de esto con cierta soltura y aceptación, porque asumirán que el equilibrio es vulnerable, y que el suelo es quebradizo. Quiero pensar que la inmunidad llegará a generalizarse y no dolerá tanto el vacío que deja la falta de contacto. Pero me temo que nadie es inmune a la ausencia de los otros. Funcionamos por contacto. Somos seres sociales y necesitamos, desde que nacemos, la sensación de la piel sobre la piel, en la piel, para la piel. Y no justifico con esta afirmación algunos comportamientos propios de descerebrados vistos estos días, pero nadie nos programó para aislarnos, ni para plastificarnos. No sé qué consecuencias, más allá del virus, puede tener la soledad, por ejemplo, que han sufrido muchos, demasiados. Qué estigmas dejará en las paredes del alma de los que han perdido, de cuajo, sus raíces. Cómo no agarrar la mano cuando toca despedirse. Y no hay tregua. En eso pienso estos días, de desconfinamiento, de desescalada, como otra docente más que se ahoga entre trámites de burocracia helada, añorando, más que nunca, el bullicio del recreo, por ejemplo (volver a eso, como antes, sí sería normalidad, y un sueño). O simplemente, lograr lo más sencillo y grande en estos tiempos, y en la vida: llegar a cara descubierta, a tu casa o a la residencia donde te cuidan bien, para decirte abrázame.

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