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Cultura

Las memorias del cocinero salvaje

  • RBA reedita 'Confesiones de un chef', en el que el malogrado Anthony Bourdain desentrañaba, con la brutal honestidad que le caracterizaba, las servidumbres y grandezas de su profesión

Un mural pintado por el artista Jonas Never recuerda en una pared del restaurante Gramercy, en Santa Mónica, EEUU, a Anthony Bourdain.

Un mural pintado por el artista Jonas Never recuerda en una pared del restaurante Gramercy, en Santa Mónica, EEUU, a Anthony Bourdain. / eugene garcia / efe

Era malhablado, cínico, excesivo, pero bajo su máscara de rebelde que ha abrazado el nihilismo, tras ese humor procaz con el que desafiaba la tiranía de lo políticamente correcto, se escondía un hombre culto, sensible, leal con los suyos y apasionado de su oficio. Los espectadores de sus programas -que en España emite el canal Viajar- saben que la engañosa rudeza con que se desenvolvía Anthony Bourdain (Nueva York, 1956 - Kaysersberg-Vignoble, 2018), esa pose por la que fue descrito como la estrella del rock de la gastronomía, era sólo un disfraz que el cocinero se colocaba a modo de coraza. Él mismo lo reconocía: "¿Sabéis?, sí tengo corazón. Una vez que se me conoce, se da uno cuenta de que soy un gilipollas sentimental", escribía en Confesiones de un chef, en el que se definía como "atento con los débiles pero voluntariosos, despiadado con los fuertes sin demasiadas ganas de complacer. (...) Me arrancaría la nariz para desfigurarme la cara si estuviera en juego el bienestar de un cocinero favorito: quiero decir que dejaría el oficio antes de permitir que gerencia, los dueños o cualquier otro jugara con ningún miembro de mi personal".

Publicada inicialmente en 2001 y reeditada ahora por RBA, Confesiones de un chef regresó a las librerías -terrible coincidencia- apenas unos días después del suicidio de Bourdain el pasado junio. En el libro, el autor, escritor de otros cuantos volúmenes y también editor, recorre su "accidentada carrera como lavaplatos, aprendiz, sartenero, parrillero, salsero, marmitón y chef", un repaso en el que se muestra tan deslenguado y directo como en sus programas aunque, advierte, no le mueve el rencor -"no soy ningún chapucero amargado que hable pestes de sus colegas más famosos"- ni el hastío ante la profesión a la que decidió consagrarse. "Cuando salen a relucir tropiezos pasados me sigue gustando ser chef. Es la única vida que conozco de verdad", dice un hombre que sabía conducirse en la compleja, "pequeña e incestuosa", escena gastronómica neoyorquina pero que no sabía, admite, moverse en la vida real, "donde me siento en medio de arenas movedizas".

En su obra, Bourdain rememora las "epifanías" por las que descubrió que la comida era algo más que un anodino trámite para llenar el estómago "como si se repostara gasolina" cuando se tiene hambre. En un viaje a Europa -su familia paterna era francesa-, el pequeño Bourdain descubre en el comedor de un barco, gracias a una vichyssoise, que las sopas también se sirven frías, una revelación con la que queda impactado. "Recuerdo todos los detalles de aquella experiencia: cómo la sacaba el camarero de la sopera de plata para echarla en mi cuenco; los minúsculos cebollinos picados que ponía a cucharadas a guisa de tropezones; el rico y cremoso sabor de los puerros y las patatas; la agradable impresión y la sorpresa de que estuviera fría". En esas vacaciones, en parte por "despecho" a sus "sibaritas progenitores", que acudieron al aclamado restaurante La Pyramide sin él, el niño se lanza a probar sesos, quesos "apestosos y blanduzcos, que olían a pies de muerto", carne de caballo, mollejas... o una ostra, un acontecimiento que evocará con la importancia de la pérdida de la virginidad. "Supe que aquello era la magia hasta entonces apenas vislumbrada entre tinieblas, de la cual únicamente era consciente a medias. Me enganché. (...) Había tenido una aventura, había probado el fruto prohibido, y todas cuantas siguieron en la vida -la comida, la larga y muchas veces estúpida búsqueda de la siguiente experiencia, ya fuera a través de las drogas, el sexo o cualquier sensación nueva-, todas han sido producto de aquel momento".

Pese a la poesía de aquellos y de otros pasajes, no esperen un relato edulcorado y sentimental en el que no cabe la crudeza: Bourdain, en lo que es una marca de la casa, carga contra sí mismo y contra todos con esa agudeza que sus fieles apreciaban tanto. "Si pretendo ser sincero, debo admitir que era un narcisista malcriado y depresivo; un joven patán autodestructivo y desconsiderado a quien le hacía mucha falta que le dieran una patada en el culo", dice de sí mismo cuando era joven y aceptó su primer trabajo en el pueblo pesquero de Cape Cod. En sus Confesiones también cuenta sin reparos su pasado de adicciones: "Era difícil que tomáramos ninguna decisión sin estar drogados. Hierba, metanol, cocaína, LSD, hongos psilocíbicos remojados en miel para endulzar, seconal, tuinal, anfetaminas, codeína y, cada vez más, heroína, que pedíamos que comprara el chico de los recados en Alphabet City", reconstruye de sus años más locos, cuando regentaba un restaurante enganchado a las drogas. Especialmente despiadada e intensa es su diatriba contra los vegetarianos: "Son enemigos de cuanto tiene de bueno el espíritu humano, una afrenta contra todo lo que yo sostengo: el puro disfrute de la comida. Esos cabezotas creen que el cuerpo es un templo que no debe ser contaminado por proteínas animales. Insisten en que es más sano aunque, siempre que he trabajado con alguno de ellos, lo he visto derrumbarse al menor asomo de catarro. Oh, ya les daré yo verduras...".

De su carrera, Bourdain recrea un buen número de anécdotas, como una vez, en uno de sus primeros empleos, que le clavó un tenedor en la mano a un superior que le manoseaba, o la dureza de la formación en el Culinary Institut of America (CIA) donde un compañero que había sobrevivido a Vietnam no soportó sin embargo la presión de las clases.

Confesiones de un chef es también una guía para aficionados a la gastronomía, con recomendaciones sobre qué sartén o qué cuchillo usar o la sugerencia de qué platos deben utilizarse. Entre sus consejos, Bourdain señala a los jóvenes que quieran dedicarse a la cocina que se olviden de una baja por enfermedad. "Excepto en caso de descuartizamiento, derrame cerebral, puñalada en el pecho o muerte de un pariente muy cercano. ¿Se murió tu abuelita? Entiérrala en tu día libre".

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