Cultura

"La literatura pierde cuando la reducimos a un entretenimiento"

  • El autor rinde tributo a la vieja Europa en su último libro, 'Luz de Vísperas'

Con Luz de Vísperas (Edhasa), Mauricio Wiesenthal (Barcelona, 1943) se confirma como una de las voces más dotadas de la literatura actual y prosigue el discurso humanista que ya articulaba en Libro de réquiems y El esnobismo de las golondrinas. A través del recorrido vital de Gustav Mayer, un escritor que será testigo de acontecimientos cruciales del siglo XX, Wiesenthal plasma su añoranza por una Europa idealista y culta ya desaparecida. En la profundidad del pensamiento y el voltaje emocional de la propuesta se advierte que se trata de una novela largamente meditada.

-Su libro es la antítesis de la literatura rápida que se hace ahora: usted ha tardado 33 años en terminar esta obra.

-Hace muchos años que lo tenía planteado, pero me faltaba la madurez como escritor. Una novela exige, para que los personajes tengan una personalidad bien clara, la experiencia del autor. Y pienso que la literatura pierde cuando la convertimos sólo en un entretenimiento, que el arte tiene que decirte algo.

-Luz de Vísperas se plantea como un homenaje a la vieja Europa y a los maestros que la hicieron posible.

-A mí me gusta pensar en la novela como algo tolstoiano. Tolstoi planteó su Guerra y paz en un momento en el que nacía una época nueva. Yo pensaba que el siglo XX había acabado y era ahora cuando podíamos escribir la historia de esa Europa que ha sufrido tanto y que se encuentra, a mi modo de entender, herida de muerte. Ésa es la idea que acompaña a mis personajes: esa luz crepuscular que va envolviendo una época, unas ideas, unos maestros. Hoy nos encontramos una Europa americanizada, que ha perdido muchos de sus sueños.

-En algún momento de la novela se expresa una idea muy bella: que la historia de Europa está llena de héroes derrotados.

-En el mundo americano se respeta al que consigue la medalla, el éxito. Nosotros, en cambio, hemos tenido una cultura humanista, que valoraba no sólo el éxito, sino al que luchaba, que batallaba, que buscaba un ideal, y que lo hacía de una manera pura, sin trampas. Esto que ha sido nuestra cultura desde los griegos ha cambiado: al que llega no le preguntamos cómo lo ha hecho. Una pregunta que hay que hacerse ahora, con esta crisis, es qué hemos perdido antes, si el valor de la moneda o el valor del espíritu.

-Su protagonista, Gustav Mayer, advierte desde el principio que su carácter idealista le granjeará problemas en una sociedad que busca lo práctico. Da la impresión de que ése es un sentimiento que usted comparte.

-Es que yo viví esa generación que después de la guerra se enfrentó a la reconstrucción de una Europa destruida. De pequeño, vivía en Suiza con mis padres, cruzamos la frontera a Alemania y nos encontramos con todo en ruinas. En ese paisaje devastado había una muñeca que alguien había dejado colgada en un muro. De esa imagen, que me impresionó mucho, me quedó la sensación de que había que reconstruir Europa. Pero lo único que le importaba al mundo era una reconstrucción económica. A esa generación le faltaba contar con la autoridad de los maestros, que fueron suplantados por la voz de los políticos o los economistas...

-Su narrativa está llena de referencias literarias, pero todas son sentidas, muy íntimas.

-Yo no he sido nunca amante de la erudición, me aburren los profesores pesados. Pero sí soy sensible a la sensualidad de la cultura, a todas aquellas cosas que nos producen placer. Que un libro sea algo trascendente no significa que sea arduo. Ése es el reto del novelista: decir cosas de un modo que seduzcan. Yo recojo historias que he vivido, lugares donde he estado, personas a las que he conocido. Cuando vivía en París, iba al mismo almacén donde compraba el papel Marcel Proust, yo había sacado ese dato y a mí me emocionaba poder imitarlo. Eso me permitía tener una sintonía con él más allá de la lectura erudita, una complicidad de amigo.

-Usted cuenta de broma, sobre su necesidad de viajar, que de pequeño sus padres le regalaron una bicicleta y no le volvieron a ver el pelo. Y ese hambre de mundo también lo tiene su personaje protagonista.

-Yo quería conocer a personas que me ensancharan el alma, porque pienso que hay que viajar con un respeto por la iniciación, el aprendizaje. Hoy me llama la atención encontrar sentimientos estrechos: en la política, en ese nacionalismo cerrado de quien no es capaz de mirar más allá porque sólo se mira a sí mismo.

-Y entre esas personas que le han ensanchado el alma, ¿a quién destacaría?

-Pude conocer a los amigos de Zweig que seguían vivos. Y entre ellos conocí a Eugenio Relgis, un hombre que pese a ser sordo tuvo la idea de convertirse en un maestro de la comunicación. Se convirtió en entrevistador de aquellos que él consideraba que eran las personalidades de la vieja Europa. Tenía una libreta de direcciones que era un verdadero tesoro, como la libreta de la Gestapo pero al revés, tenía las señas de un montón de maestros.

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