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  • 'Oda a la oscuridad' reflexiona sobre nuestra relación con la luz y la naturaleza rememorando la experiencia de Christiane Ritter

En compañía de la noche

Ilustración del doble halo en Svalbarg hecha por Christiane Ritter. Ilustración del doble halo en Svalbarg hecha por Christiane Ritter.

Ilustración del doble halo en Svalbarg hecha por Christiane Ritter. / Christiane Ritter

Escrito por

· Pilar Vera

Redactora

VENCER a la oscuridad: ese viejo sueño del ser humano que después hemos terminado cumpliendo con saña. Sigri Sandberg es una reportera especializada en periodismo de naturaleza. Ha visto el hielo (y a ella misma, vaya) hundirse bajo sus pies y la han rescatado en helicóptero una expedición. Digamos que no puede decirse que tenga el corazón pequeño. Su miedo más profundo, sin embargo, era a la oscuridad. De modo qué, para analizar sus temores y nuestra relación con lo oscuro, Sandberg decide retirarse unos días a un refugio de montaña en Finse. Allí, escribe y lee bajo la única luz de la chimenea. En ese estado, parecido a la hibernación, reconoce que no teme a los fantasmas, ni a los lobos, ni a los osos, sino a la gente; y también hasta qué punto estamos desconectados de los ciclos naturales. Esta experiencia, y sus conclusiones, son las que describe en Oda a la oscuridad (Capitán Swing).

Hoy día, las vistas nocturnas de la superficie terrestre hacen que parezca perforada por un punzón, repleta de puntos por los que se escapa la luz. La contaminación lumínica es una de tantas formas que hemos encontrado de desordenar las cosas: incluso en Longyearbyen, recuerda Sandberg, podía salir a pasear a las montañas sin linterna en plena noche polar. El resultado de está hiperluminosidad no sólo altera los ciclos de la fauna, sino que hace que la mayor parte de la población contemporánea no sepa bien cómo luce un cielo estrellado.

La autora no está, sin embargo, totalmente sola en su cabaña: la acompaña la presencia invisible de Christiane Ritter, la protagonista de Una mujer en la noche polar (Península) que vivió antes que ella –en versión pro– cómo era eso vencer a la oscuridad. Ritter se dejó convencer por su marido, que llevaba varios años instalado en Svalbard, para viajar hasta allí, experimentar la inmensidad del Ártico y, básicamente, hacer de chacha. Dejó a su hijita en la Austria de 1934 para llegar a una cabaña destartalada, con una chimenea expectorante y otro hombre en el lugar: un noruego con el que no podía comunicarse.

La mujer –artista de espíritu sensible– no podía siquiera soportar la idea de que los hombres le dispararan a una sonriente foca o que pudieran terminar desollando a un zorro semidomesticado, incluso se enternecía ante las huellas de una perdiz nival desorientada. Con esos mimbres, tuvo que aprender a cocinar y comer restos de foca, a vivir rodeada de pieles de zorro, a pasar semanas aislada mientras fuera rugían tormentas sin fin. La mayor parte de la gente, comprendía, no moría en el norte de escorbuto, sino de desesperación.

Aun así, quedó tan tremendamente quedó fascinada por la naturaleza que la rodeaba –“el Ártico es el lugar donde el cielo toca la tierra”– que renunció a marchar al término del invierno: después de todo aquello, concluyó muy acertadamente, no podía perderse la primavera.

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