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Cultura

Bailar con el diablo

  • Una larga y cerrada ovación despide del Falla a Rocío Molina y al resto del elenco de 'Caída del cielo', que se veía en Cádiz por primera vez en Andalucía

La bailaora malagueña Rocío Molina, durante su actuación en el Gran Teatro Falla

La bailaora malagueña Rocío Molina, durante su actuación en el Gran Teatro Falla / Lourdes de Vicente

Le sientan bien los infiernos a Rocío Molina. Le caen a la cara, enmarcada en una trenza fina casi de inspiración oriental. Le caen al cuerpo moldeado, compacto, fuerte, un cuerpo para vivir y para morir, que puede soportar las magulladuras tras el descenso a los territorios oscuros y volver a levantarse, golpeado, sí, pero rabiosamente vivo. Le sientan bien los infiernos a Rocío Molina. Los no lugares, las no fronteras, los no límites. El territorio sin ley donde domina sin pudor en tanga de cuero o en cueros vivos. Caída del cielo llega la que no se somete y nos convierte en Paraíso visual el infierno del dolor y la sangre, con dos ovarios que mueren un poco al mes.

Del blanco sin mácula al rojo pasando por el negro, el último montaje de la bailaora malagueña es una caída en la oscuridad sin posibilidad de redención puesto que de nada hay que salvarse. Así es la vida, morir un poco, y un poco más cuanto más intensamente vivas, nos viene a decir la siempre sorprendente creadora que desde los mismos centros del lenguaje flamenco construye un relato integrado por palabras de otros idiomas (contemporáneo, clásico, trabajo gestual del teatro, hasta me atrevería a aventurarme a decir que algún parentesco estético o espiritual guarda su propuesta con la danza y el teatro tradicional japonés...)

Y está la soléa (para comérsela) y algún cante de ida y vuelta, unos apuntes por tangos y unas bulerías rezadas de rincón a rincón, de las que se bailan en una losa en reunión y comandita, trufadas por una variedad de recursos donde la artista pone a trabajar desde el último pelo de su trenza voladora hasta el último pliegue del puente del pie.

Pero los estilos flamencos son sólo un punto de partida del trance. En Caída del cielo el quid está en el trabajo de suelo, siseado del contemporáneo para flirtear con la figura flamenca, como ocurre al comienzo de la función, acabadita de despertar la bailaora sin mácula en ese paraíso de El Jardín de las delicias de El Bosco (que le sirve de inspiración) con una bata de cola blanca con la que juega desplazándose por el piso, también inmaculado, en un exigente trabajo de piernas y brazos.

El suelo y el ambiente sonoro, exquisito y agresivo a partes iguales, descaradamente mutante, voluptuosamente mestizo, también se sitúa en el epicentro de este terremoto artístico. Desde el limbo suenan compases de La leyenda del tiempo de Camarón que impulsan a Molina a correr por el cuadrilátero con un juego de pies que ni Mohamed Ali o rugen Morente y Lorca en la voz de José Ángel Carmona que colorea con su rajo flamenco hasta el bajo que abraza cuando toca y canta aquello de Asesinado por el cielo.

La batería de Pablo Martín Jones incrementa el efecto de la vara sobre el suelo con la que Molina no sólo hace compás ya que bien puede transmutarse en bruja que viaja sobre la escoba por los cielos (con esa luna omnipresente que va presintiendo poco a poco su propia luna de sangre) o bien jugar con la identidad remarcando con su coreografía la obvia forma fálica del objeto.

Compás, compás y compás, en la caja de resonancia que es su propio cuerpo, en el atrás magnífico completado por Eduardo Trassierra a las guitarras y Oruco a las palmas y percusiones, y en el alma de la propia propuesta donde cada herramienta al servicio de Molina no disiente de la siguiente. Discurso, discurso y discurso. Desde la sangre menstrual, al paquete de patatas que sustituye a la vagina que las niñas buenas no se tocan pasando por la alegre rumba final con la que baja al patio de butacas Baile, baile y baile. Desde la soleá en granate, a los movimientos propios de una rave a la amanecida, a los espasmos de las articulaciones. Baila, Rocío, baila. Con el diablo también, que no hay pecado.

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