Cuentos de Navidad

El falso embarazo

El falso embarazo

El falso embarazo

Esta es una historia real que podría ser considerada como la historia de un milagro, como la historia de uno de los mayores avances de la medicina o como un cuento de Navidad en tanto que transcurrió un 25 de diciembre.

Caía en Kentucky una enorme cantidad de nieve. El Dr. McDowell llegaba de Danville después de haber cabalgado durante varios días.

"Buenos días, doctor" gruñó con voz ronca. "Soy la señora Baker, la vecina. He hecho por ella cuanto podía hacerse. Seguro que está ya en el undécimo mes. Gime como si tuviera los dolores del parto. Pero no puedo hacerlo salir. Basta que lo intente para que se ponga peor".

McDowell puso las manos sobre la piel tirante y la deslizó de un lado a otro de la Sra. Crawford. Sobre la piel del vientre, que parecida al parche de un tambor, McDowell observó unas manchas azules y verdes. "Eso no es un niño".

"Doctor ¿lo arreglará usted?" dijo la Sra. Crawford con voz débil y entrecortada. McDowell dirigió la vista hacia la estrecha ventana. Afuera, sobre la nieve, se agolpaban, curiosos, hombres y mujeres. Esperaban formando una especie de muralla humana. "Déjenme ustedes un rato sólo con la señora Crawford".

McDowell se quedó solo con la paciente. Y sólo también con su diagnóstico. Se trataba de un tumor quístico muy avanzado en un ovario, que desplazaba ya estómago e intestinos y obligaba al corazón aprisionado a rendir un trabajo desesperado.

El Dr. McDowell era hijo de su tiempo, una época en que la cirugía se reducía a la amputación de miembros, litotomías, ablación de cataratas y algunas operaciones de urgencia, pequeñas o grandes, desesperadas y torturadoras para las víctimas. La apertura del abdomen estaba proscrita por la muerte casi segura: la imposibilidad de superar los dolores de la operación y además las consecuentes fiebres mortales de supuración, que al parecer acechaban especialmente debajo del peritoneo, para manifestarse en cuanto se abría éste.

En este sentido, la historia de las lesiones de guerra en el vientre parecía demostrar en aquella época que la apertura de la cavidad abdominal llevaba a la muerte por el shock de dolor, frecuentemente mortal o la posterior peritonitis igualmente mortal.

"Doctor", dijo ella, "córtelo usted… yo aguanto mucho el dolor". McDowell esquivó la mirada de la mujer. Se quedó inmóvil.

Una voz interior le decía, "coge tu maletín, haz una receta, déjala morir en nombre de Dios tal como ha sido dispuesto y regresa a tu casa". Y más voces le decían: "No te dejes seducir por la idea de que de todas maneras está condenada a morir y de que en el intento de salvarla mediante el cuchillo no puede, en el peor de los casos, tener tampoco otra consecuencia que la muerte. Si muere bajo tu cuchillo, cualquier tribunal podrá condenarte por asesino, ya que nosotros, las autoridades, hemos prevenido que una intervención de esta naturaleza es la muerte cierta. Y aún en el caso de que no hubiera tribunal alguno que te llamara a responder, el mundo médico condenaría tu acción".

McDowell oía los murmullos de los que esperaban fuera, detrás de la ventana. Estos seguirían creyendo en él y continuarían llamándole "el mejor cirujano de la zona" si hacía una receta inútil y dejaba que la enfermedad de la Sra. Crawford "siguiera su curso natural". Por el contrario, le tratarían de asesino si luchaba por la vida de la enferma y salía derrotado de la lucha.

"Doctor", dijo la mujer. "Tengo cinco hijos. Aún es demasiado pronto para morir. Si no me saca esto con el cuchillo, todo habrá concluido para mí. Aguantaré este corte, lo aguantaré con toda seguridad".

McDowell era conocido por su sinceridad con los pacientes, les decía siempre la verdad aunque a veces le llamaran bruto o despiadado. "Es usted una mujer valiente, Sra. Crawford. El tumor en el vientre la matará con certeza y lo único que no puedo decirle es cuánto tardará en acabar con su vida. Puede tardar un tiempo, incluso mucho tiempo»". Y añadió, "pero si yo intentara cortar este tumor moriría usted a consecuencias de la operación. Así dicen todos los profesores de cirugía que conozco".

"Inténtelo, doctor", dijo la mujer. Y prosiguió con sereno acento "si muero en ello, será porque éste es mi destino; es mejor morir rápidamente que de esta manera". Respiraba penosamente. Apretó los labios. "Les diré a todos que lo he querido yo; yo sola".

McDowell seguía oyendo las voces de advertencia. Nunca podría explicar lo que en aquella hora decisiva le impulsó, en la intimidad de su ser, a cerrar los oídos a aquellas voces y a escuchar la de la mujer que tenía ante él y que el sentir de los grandes médicos estaba condenaba a morir.

"Sra. Crawford", dijo, "lo podría intentar".

Antes de la intervención, aún en lucha con su propia vacilación, se sentó ante sus libros y repasó la anatomía del abdomen.

La paciente fue colocada en una mesa de roble. Le ataron sus manos y pies para evitar movimientos coincidiendo con el intenso dolor. Cuando la Sra. Crawford vio la cuchilla cerró los ojos y comenzó a cantar un salmo. Al hacer el primer corte abriendo la piel la voz de la paciente vaciló un instante, se encogió su cuerpo y sus manos se aferraron al borde de la mesa. Pero a pesar de todos los tormentos, no dejó de cantar el salmo.

Los detalles técnicos y la descripción de la escena los podemos obviar pero el escenario era muy distinto a los quirófanos actuales: en la propia casa, cirujanos vestidos con sus ropas habituales, usando sus propias manos en el abdomen sin guantes y materiales de corte y sutura muy básicos. Sin anestesia alguna: recuerden que estamos en 1809. Se trató de una lucha épica para alcanzar y delimitar el tumor que logró cortarlo en dos grandes trozos. Pesó diez kilos. Luego pusieron de costado a la enferma para que saliera la sangre que se acumuló en la cavidad abdominal, recolocó los intestinos y procedió a coserla el abdomen. Duró veinte minutos.

Mientras la intervención transcurría en la habitación, fuera la muchedumbre gritaba "¡sacad a la Sra. Crawford antes de que sea asesinada!". Dos hombres treparon a un árbol y dejaron caer una cuerda en cuyo extremo había un lazo. "¡Salga doctor para que podamos ahorcarle!".

El sheriff contuvo a la muchedumbre durante un tiempo. Y colaboradores de McDowell consiguieron que el sheriff no entrara hasta que la intervención estuvo finalizada.

El sheriff entró en la habitación, mientras fuera se hizo un silencio semejante a la calma que precede las tormentas. Ante el espectáculo de la mujer inconsciente, de los trapos teñidos de sangre, de las manos ensangrentadas y los charcos de sangre en el suelo, se quedó inmovilizado de espanto. "Entonces, la han asesinado ustedes", dijo apenas dueño de su voz.

McDowell tuvo que apoyarse en la mesa usada para la operación pero se mantuvo erguido. "La hemos operado. Le hemos quitado el tumor del vientre y ...vive" El sheriff miró indeciso a su alrededor. Se acercó a la mesa y se inclinó sobre la operada. Oyó su leve respiración. Observó con escalofrío que ya no tenía el abdomen globuloso parecido a los del final de los embarazos. Así, lento y pálido se dirigió hacia la puerta y salió. "Largaos de aquí, largaos. La han operado bien y sigue con vida".

La primera posibilidad de muerte de la paciente, en la misma intervención, se superó y el médico evitó ser considerado como asesino con el consiguiente incendio de su casa y ser posteriormente ahorcado.

La siguiente amenaza era la aparición de las "fiebres purulentas" y muerte cierta que acontecen tras cualquier apertura de abdomen. McDowell esperó los días siguientes a la aparición de fiebre, al enrojecimiento de la herida, al olor de la corrupción. Esperaron un día, dos días, tres días, cuatro días y cinco; ninguna señal amenazadora ocurrió. El quinto día sorprendieron a la Sra. Crawford levantada arreglado su cuarto. Descansó veinte días más y se retiraron las ligaduras que sostenían el abdomen. La herida del abdomen curó y a partir de entonces no pudieron retener más a la paciente en reposo. En marzo de 1842, treinta y tres años después de la operación murió en casa de uno de sus hijos, a los setenta y ocho años de edad.

Muchas enseñanzas se extraen de esta fabulosa historia. La ciencia avanza gracias a los que estudian y tienen curiosidad e iniciativa. En el caso de la ciencia médica-quirúrgica además hay que conjugar la virtud de poseer un equilibrio entre decisión y prudencia. Si eres muy decidido sin prudencia puedes hacer daño al crear situaciones sin salida. Si eres muy prudente, sin decisión, puedes ser incapaz de resolver los casos complejos.

McDowell aún practicaría trece intervenciones de este tipo, en las que sólo perdió a una paciente. Pero, cuando por fin envió un artículo informando de su técnica, nadie le hizo caso y lo tomaron como un delirio. Murió en 1830, muy posiblemente de una apendicitis, una dolencia de la que se hubiera salvado si le hubieran aplicado la misma cirugía abdominal que inventó. Hoy se le reconoce como se debe: como alguien a quien muchas mujeres deben la vida. Y todo comenzó en una mañana de Navidad.

Historia extraída de 'The century of the surgeon' del Jürgen Thorwald, Pantheon Books; 2nd edition (1957).

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