Cultura

Los cálculos de una esfinge aburrida

  • Se cumplen cien años del nacimiento de la actriz e ingeniera Hedy Lamarr En su honor, todos los 9 de noviembre se celebra el Día del Inventor

Si su vida no hubiera existido, alguien habría tenido que inventársela. Y, posiblemente, ese alguien fue ella misma, que dio forma a sus días en su libro de memorias (El éxtasis y yo), perpetrado para pagar alguna de las fianzas en las que terminó resolviéndose su cleptomanía.

Hedwig Eva Maria Kiesler nació tal día como hoy en el seno de una buena (y descafeinada) familia judía, entre lo mejor de la burguesía vienesa. Considerada una superdotada desde la infancia, comenzó a estudiar ingeniería a los 16 años. Pero había (sin duda), mucha vida por vivir, mucha tela que cortar, y los moldes se le hacían pequeños. Pequeños, incluso, para la atmósfera artística del momento, que Hedwig no tardó en colocarse como quien se coloca un parche de nicotina.

De su acercamiento a la bohemia de la época, gracias a la estudianta Hedwig, tenemos el primer desnudo integral en una cinta comercial, Éxtasis (1937). En una escena que supone el delirio de todo celopático, el muy recién estrenado -y muy millonario- marido de la joven, tuvo que contemplar cómo su sonrosada novia, casada en ficción con un hombre mayor que no la satisfacía, acudía a bañarse a un lago, con esos gestos lánguidos y exagerados de las mujeres del expresionismo. Después, la protagonista caía en brazos de un muchacho y se disponía a orgasmar en pantalla -rapto que el director consiguió pinchándola con una aguja-. A la niña, era evidente, había que atarla corto a la pata de la cama. Cosa que Friedrich Mandl procedió a hacer (si hacemos caso a la que sería su futura ex) casi de inmediato. Fritz intentó secuestrar (sin éxito) todas las copias de la película. Y, ya puestos, a su mujer también. Hedwig sólo podía bañarse o desnudarse bajo la atenta mirada de su marido. Y sólo podía salir al mundo exterior de su mano y/o cubierta en joyas, para desfilar entre los invitados de las fiestas de su esposo, contratista de armamento. El alto fascio -alto fascio de verdad: Hitler, Mussolini- le besaba las puntas de los dedos mientras ella los contemplaba como una esfinge aburrida. "Cualquier chica puede ser glamurosa -diría-. Lo único que tienes que hacer es quedarte quieta y parecer estúpida". Hedwig se aburría en su cautiverio, en fin, soberanamente. De puro sopor, entre brindis y cruces gamadas, remató sus estudios y terminó maquinando una manera de escapar.

Según sus ben trovatas memorias, sedujo a una de las criadas, que la ayudó a escapar sin ni siquiera una muda pero con todas las joyas de la familia en los bolsillos. De Viena, Hedwig llegó a París y, de allí, saltó a Londres, donde vendió los pedruscos para conseguir un pasaje en el transatlántico Normandie. No era casualidad -créanme: no lo era- que durante el trayecto, Hedwig, la Gran Gata, se topara con Louis B. Mayer. Cuando puso pie en Estados Unidos, ya tenía otro nombre (Hedy), otra vida y un contrato de siete años con la Metro Goldwyn Mayer. El apellido (Lamarr) lo tomaría prestado de la amante muerta de Mayer.

Aunque se hizo con una carrera como actriz -su nombre aparece en, al menos, treinta películas-, Hedy Lamarr pareció especializarse en rechazar papeles magníficos. Dejó escapar ser la protagonista de Luz de Gas, Casablanca o Lo que el viento se llevó, y su aparición más recordada es la de Dalila en la producción bíblica de De Mille.

También se aburría, no lo duden, y de lo lindo, en las fiestas de Hollywood. Fue en una de ellas donde conoció al compositor George Antheil. Lamarr atinó que, entre ambos, podrían dar con un sistema que solucionara el problema de la detención de misiles teledirigidos -las cositas, en fin, en las que puede pensar una enfundada en un vestido de lamé y con un canapé en la mano-.

Para que Antheil no se olvidara de ella, Hedy le dejó su número de teléfono escrito en el parabrisas del coche con su pintalabios -así se hacía antes de que llegarán el mail, los SMS y el doble check azul del Whatsapp, y la propia Hedy estaría de acuerdo en que era mucho mejor-. Antheil no sólo no la olvidó, sino que se casó con ella, y entre ambos desarrollaron el llamado espectro ensanchado por salto de frecuencia: un sistema que está en la matriz del desarrollo del wifi o el Bluetooth, por ejemplo. Hedy Lamarr y George Antheil registraron el invento como la patente 2.292.387 por un sistema de comunicaciones "secreto". El invento dormiría el sueño de los justos hasta la crisis de los misiles de Cuba. Por el momento, Hedy sólo fue útil como imagen en los pósteres propagandísticos y en la venta de bonos de guerra -no es que fuera poca cosa: Lamarr consiguió vender siete millones de dólares en bonos en una sola noche-.

Tardarían años, sin embargo, en reconocer como suya la patente (que había firmado con el apellido de su entonces marido). "Ya era hora", fueron sus primeras palabras en cuanto se lo comunicaron. Se negó a aparecer en público. Para entonces, Hedy ya era una anciana retirada, endeudada y arrasada por las operaciones de cirugía estética.

Se casó seis veces. En un gesto que merece eterna ovación y la sitúa por encima de todas las divas posibles, el último de sus maridos fue el abogado que le gestionaba los divorcios.

Tuvo -de propia mano, ese fue su mejor invento- las siete vidas dignas de toda gata. Sus cenizas se esparcieron sobre los bosques de Viena, justo al inicio del nuevo milenio.

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