memoria de cádiz

Me acuerdo de los locos de Capuchinos, y de que no estaban tan locos

  • David Monthiel recoge en '¡Qué bien se está aquí!' los testimonios recogidos en el taller Las herramientas de la memoria, desarrollado por el Plan Lector

  • La edad media de los participantes ha sido de 85 años 

En '¡Qué bien se está aquí!', David Monthiel recoge los testimonios del taller 'Las herramientas de la memoria'.

En '¡Qué bien se está aquí!', David Monthiel recoge los testimonios del taller 'Las herramientas de la memoria'. / Joaquín Hernández Kiki

Me acuerdo de cuando en La Central Lechera se vendía leche (aguada). Me acuerdo de cuando nevó en Cádiz. Me acuerdo de cuando el Talgo era nuevo. Me acuerdo de cuando el convite de comunión era chocolate con churros. Me acuerdo de los locos de Capuchinos, y de que no estaban tan locos. Me acuerdo de cuando el cine costaba una peseta. Me acuerdo de una tía que era monja de clausura y dormía en una piedra; se salió y se murió de la humedad. Me acuerdo de las casas de sala y alcoba. Me acuerdo de las cartillas de racionamiento. Me acuerdo de que las mujeres no podíamos ir por detrás del Cómico. Me acuerdo de que el chalé del sarcófago me daba miedo.

Todos esos “me acuerdo” a lo Georges Perec, pero en gaditano –y otros muchos más– los ha ido recogiendo el escritor David Monthiel en ¡Qué bien se está aquí!: el volumen en el que plasma las vivencias de los participantes en el taller Las herramientas y la memoria. Un proyecto enmarcado dentro del Plan Lector del Ayuntamiento de Cádiz, y financiado por La Caixa y Cajasol, que nació como taller de escritura autobiográfica, pero sin la pretensión de dejar un relato hilvanado por escrito. “De hecho, parte de los ejercicios tenían corte cognitivo: juegos de palabras y demás. Ocurre que, cuando Yolanda Vallejo se enteró de lo que estábamos haciendo, pensó que sería buena idea dejar un testimonio”, explica Monthiel.

Las herramientas y la memoria convocó a diez participantes, todos ellos residentes de Adema, durante veinte sesiones en la biblioteca Celestino Mutis. La edad media de los alumnos era de 85 años:la mayor, Carmen, tiene 97. Sus historias, la trayectoria de sus vidas, están llenas de ejemplos prácticos de “la corta distancia que existe entre la historia oficial de la prensa y la vida privada”.

Monthiel no esperaba, y se encontró con, la guasa – “Los años míos están en el Diario de Cádiz”–. Lecciones de “las sabias de la tribu”, puesto que la mayoría eran mujeres:“La María normalmente dura más que el José”, le decían. La vida podía haber sido distinta, sí.La vida ha sido mucho trabajar y deslomarse y, en general, aprender las letras tan con alfileres que ahora apenas queda nada. “Ese es uno de los motivos –explica David Monthiel– por los que, a la hora de recopilar de forma ‘oficial’ lo que me contaban, tenía que ser oral”. No haber ido al colegio era, en efecto, una de las quejas más comunes del grupo.

¡Qué bien se está aquí! es, por tanto, una tercera vía entre ambas fórmulas: una oralidad escrita, que recoge exactamente lo que sus protagonistas cuentan, pero con la línea marcada del coordinador. Toda la experiencia, además, se ha desarrollado desde la retroalimentación:“A la vez que los alumnos iban contando sus vivencias, yo iba aportando cosas. Anécdotas de Las 1001 historias de Pericón, les hablaba de la Morilla de Falla y su relación con el flamenco, de los sarcófagos fenicios...” Y en el ejercicio de memoria, se ha echado mano también de recursos:de imágenes, de titulares, de canciones, hasta de frases de Confucio.

Lo que todos recuerdan muchísimo, sin necesidad de atajos, es la explosión del 47. Que estaban en el cine y el suelo se movió. Que no sabían dónde estaba su familia. Que fueron a la playa pero tenían mucho miedo, porque les dijeron que podía estallar otra bomba. Que la explosión se vio y escuchó desde Sanlúcar. Que el suelo de la ciudad quedó completamente cubierto por una alfombra de cristales.

“Abunda la memoria de los notables. Pero a mí me gustan todas esas memorias secretas que tienen que ver con la vida cotidiana, y que te las da la gente, digamos, normal: la rutina de las casas, los bares, las canciones... De cómo vivían los carnavales, de cuando llegaron las canciones en inglés, ‘de los modernos’ : recuerdan el Cortijo de los Rosales, pero los había que no podían ir, y se ponían a escuchar en la verja del parque”, comenta.

Ah, lo agridulce. “Y hay recuerdos –continúa Monthiel– en los que es más complicado entrar: para algunos, resulta difícil explicar que se ha pasado hambre. Porque se pasó hambre”. “Vivía yo sola con mis hermanos. Éramos nueve. Pues yo los llevaba tos palante”, dicen tan normales, tan terribles, sin sensiblería.

En gran parte de lo que hace David Monthiel –en sus novelas, en sus artículos–, es posible atisbar un compromiso con la puesta en valor del pasado, o con el patrimonio que aún tenemos pero que damos por hecho, que invisibilizamos.

“Absolutamente –acota–. Yo doy otro taller de memoria en extramuros, aunque los participantes no son tan mayores. Este taller se ha ido convirtiendo, más allá de las cosas que sabía o de las que tenía una idea de fondo, en una puerta de entrada al pasado. Todos los testimonios que salen aquí lo son de gente trabajadores:en consignatarias, en astilleros, ferroviarios, maestras, sirviendo de “medios días...”

¿La mejor anécdota? Es difícil, pero sin duda esta es muy buena:“El Lapero era el lugar en el que se tiraba la basura en el Campo del Sur –cuenta David Monthiel–. Por lo visto, ahí se echaba de todo. Un día tiraron el colchón de una mujer mayor y, al caer, salieron volando un montón de billetes, y la gente, los basureros, tras ellos como locos, claro”.

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