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Cultura

Pasar a la historia no es hacer historia

EL Oscar es un termómetro fiable de la salud de Hollywood. Mientras duró el sistema de los estudios -lo que otorgaba estabilidad tanto a la progresión industrial y artística como a la tensión entre la producción (oferta) y el público (demanda)- esta fiabilidad fue alta: entre 1928 y 1975 fue raro que una mala película lo ganara y muchas veces los concedidos marcaron tendencia: Lo que el viento se llevó señaló en 1939 el apogeo del cine clásico en el punto de giro entre los brillantes pero inestables años 30 y los sólidos pero cautos años 40; Días sin huella sancionó la deriva realista en el año clave de 1945, abriendo el camino a los concedidos a continuación a películas sociales de Wyler (1946), Kazan (1947) y Rossen (1949); Marty dio en 1955 la bienvenida al nuevo realismo influido por los dramáticos televisivos; El puente sobre el río Kwai despejó en 1957 el camino a los realizadores ingleses no afincados en Hollywood -hasta esa fecha sólo Olivier lo había logrado con su Hamlet en 1948 y ningún director no americano había logrado el Oscar al mejor director- que seguirían otra película de Lean en 1963 (Lawrence de Arabia) y las de Richardson, Reed o Schlesinger en 1964, 1968 y 1969 (Tom Jones, Oliver!, Midnight Cowboy); Rocky representó en 1976 la incertidumbre en que todavía vivimos: le arrebató el Oscar a la mejor película a Taxi Driver y su director -¿se acuerda alguien de Avildsen?- ganó a Lumet, Pakula y Bergman. Aunque frente a las pifias que abundaron hasta 2002 hay que reconocer que en los últimos siete años han sido premiadas películas por una u otra razón interesantes y a veces (El retorno del Rey, Million Dollar Baby) extraordinarias.

Creo que lo más significativo de la edición de este año es que pugnaban por los premios mayores dos películas que formarán parte de la historia del cine pero no harán historia. En tierra hostil será recordada por valerle por primera vez a una mujer el premio a la mejor dirección; pero creo que será olvidada por carecer de sustancia cinematográfica (insisto, aunque me tiren sus seis Oscar a la cabeza, en que se trata de una obra superficial, engañosamente realista y con estética de videojuego). Avatar será recordada por haber supuesto el impulso definitivo a las tres dimensiones (de momento al menos: los recursos que fuerzan la narración para lucimiento de formatos o efectos nunca han durado mucho), haber establecido un nuevo récord de taquilla y ser obra del realizador que había establecido antes otro con Titanic; pero creo que será olvidada por su simplón argumento (recuerden que su anterior éxito prácticamente carecía de argumento y de personajes) y por su incapacidad para crear magia o fantasía al margen de los efectos especiales; aunque es posible que las secuelas ya anunciadas por Cameron la mantengan en vida más tiempo del que por sus méritos le correspondería. Los dos colosos de este año tenían los pies de barro.

Para quien esto escribe de entre las candidatas a mejor película y guión debía haber ganado Up; a mejor director, ninguno; a mejor actriz protagonista, Gabourey Sibide (aunque no he visto la de la Bullock); a mejor actor de reparto, Christopher Plummer. Coincido con la Academia en los premios otorgados a Jeff Bridges (actor principal), Mo'nique, (actriz de reparto), Up (largometraje de animación), Mauro Fiore (fotografía) y Michael Giacchino (música). Me alegro de que La cinta blanca no ganara. Y lamento que Javier Recio García (director de La dama y la Muerte) no lo hiciera.

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