Muere Manuel Alcántara

Última hora: Manuel Alcántara

  • Nosotros creíamos que eras inmortal, y seguramente lo seas, pero no inmorible. Hay gente que se muere y gente que se nos muere. Tú te nos has muerto

Alcántara con León Gross.

Alcántara con León Gross.

Creo que es lo que más te gustaría. Creo que, sin ganas, debo hacerlo. A ti te “quedaban bien los muertos”, y yo he aprendido mucho de ti, entre otras cosas, que se es escritor como se es pelirrojo: porque sí. Esta mañana, cuando tú morías, no pocos españoles hubieran querido hacer lo mismo que habían estado haciendo cada mañana durante medio siglo: desayunar café con leche y con Manuel Alcántara. Yo debo escribir sobre ti y no puedo llorar hasta que acabe.

He podido ir saltándome los semáforos hasta la Calle del Túnel 18. Siempre te ha gustado oírnos hablar, pero hoy te has callado mucho. No estabas en el sofá grande, donde hubieran cabido dos Alcántaras si tú no fueses irrepetible. Mira, te lo quiero contar. Estabas en cama bajo una sábana blanca, y el búho de oro que te regalamos en la mesilla de noche. Al oeste de tu segundo corazón. En las paredes, esa larga colección de vírgenes incomprensibles. Fuera, el Mediterráneo se dejaba mecer y la casa empezaba a llenarse de gente.

   Cuadros, cachivaches, tu colección de búhos que habíamos completado la vieja panda del Búho de Oro en la que ya nos despedimos de Pedro Aparicio, de Paco Peñalosa... Muchos búhos, como si aquello fuese el Templo de Minerva. También tus plumas, quietas como en un verso de Juan Ramón. Los libros.

   Cuando yo hubiera podido llegar, allí estaba Juan López Cohard; Salvador Moreno Peralta, más sabio que nunca; Juvenal, y más gente con un peso en el pecho. Era la hora de abrazar a Marina, tu nieta, momento inevitable para que el polen de la primavera trepara hasta los ojos. Cosas de abril, maestro.

   Llega Barrionuevo, y poco después, llorando, Rafa Porras. Ya sabes, hay gente que se muere. Y gente que se nos muere. Tú te nos has muerto. Creíamos que no, que con eso de tu “pésima salud de hierro” ibas a durar siempre; sabíamos que si no eras inmortal de Academia –te regatearon el sillón quizá para que pudieras mantenerte esbelto por dentro y por fuera– eras inmorible.  Y no. También se mueren los grandes campeones del box, aunque hayan escrito una columna la tarde anterior.

–No hay nada más cerril que la Academia. Tardarán diez años en darse cuenta lo que era este hombre para las letras españolas –dice Salvador.

   Llega Antonio Méndez y habla de paginación triste. El Capitán relee el último párrafo del último artículo tuyo. Pepe, Ric y sus combates, Isa Cabrera, llama Miguel Dorronsoro, de quien siempre decías que tenías química para los locos geniales. Se habla de la funeraria, de la hora de la capilla ardiente, de todos los trámites de última hora. La memoria de la perrita esa –la que dio un espectáculo en Gaztelupe la última vez que estuvimos de viaje– queda por aquí. La oímos en el silencio que se hace de pronto también entre los que vivimos todavía.

   ¿Dónde quedan las pequeñas cosas, Manolo? ¿Tu grandeza de manías, tu gustos difíciles, tu eterna escolaridad en tercero de violetas? A abriles, a alcobas, a viajes, le llaman vivir.

–Le tenemos que poner un mensaje a Caraba –me dice Porras.

–Yo no le doy esa noticia, Rafa.

   Así hubiera sido tu muerte por fuera: un búho en la mesilla, unos amigos llorando, el aullido de la vieja perrita. Eso y un boquete. Y un luto en las hemerotecas.

   …..

   Antes de sumar tres párrafos más, sí, claro que este artículo es el que tú escribiste el 16 de diciembre de 1965 cuando murió César, tu maestro. La Calle del Túnel era entonces Ríos Rosas 54; Juan López Cohard era el Cura Polo; Salva era Viola; Juvenal, Félix Centeno; Paco, Camilo, Rafa Porras, Rafalito Penagos; Méndez, Castresana; y así todos, y por supuesto Marina era Mery. No ha sido así, pero cuando leí aquel artículo, en 1993, mientras preparaba mi tesis doctoral en tu casa de Madrid –tras comer en Guetaria con Paula y Lola que se despedían apresuradamente para que tú pudieras creer que fumabas a escondidas– pensé, con melancolía prospectiva, que algún día me tocaría escribir ese mismo artículo sobre ti. Han pasado más de veinticinco años; no has sido un malogrado. Cuando me decías que “cada noche, al acostarme, pienso que ojalá sea la última vez”, sé que era cierto. Nosotros creíamos que eras inmortal, y seguramente lo seas, pero no inmorible. Hay gente que se muere y gente que se nos muere. Tú te nos has muerto. 

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