Cultura

Goya en Tejas: pintura negra de un mundo enfermo

"El de Javier Bardem es un personaje que podía haber salido de Marte", han dicho los Coen. Y tienen razón. La fría arquitectura de esta película que yo catalogaría, no como un thriller ni como un pos-western, sino como una casi obra maestra de desolado terror, parece existir sólo para que Javier Bardem (Antón Chigurgh, el psicópata asesino contratado por unos narcos para que recupere dos millones de dólares desaparecidos) persiga como un androide más espantoso por ser humano al desgraciado Josh Brolin (Moss, un fracasado veterano del Vietnam que al encontrar accidentalmente los dos millones se convierte en la presa del psicópata) bajo la mirada angustiada de un Tommy Lee Jones (el sheriff Bell, un superviviente de tiempos mejores) que recuerda mucho al personaje de Frances McDormand en Fargo.

No es país para viejos podría considerarse como un Fargo radicalizado, esencializado y tejano que cambia la nieve por el desierto manteniendo un idéntico tono frío, irónico, distante, despiadado y desolado sobre una naturaleza humana que parece no haber podido sobrevivir como tal en un entorno banalmente brutal y ferozmente pragmático, en el que tener lo es todo y ser no es nada. Un mundo de insectos con apariencia humana o de humanos que se comportan como insectos, viviendo sin objetivo, matando sin odio y muriendo sin dejar huella. Exactamente, como han dicho los Coen, un mundo presidido por un Bardem robotizado que bien podía haber llegado de Marte.

Al igual que Frances McDormand representaba en Fargo un sólido y honesto sentido común en un universo desquiciado, aquí Tommy Lee Jones se convierte en el atribulado Virgilio que nos guía por el árido infierno tejano tras los pasos del demoníaco Bardem y del desgraciado Josh Brolin, quien a su vez recuerda -mejorándolo: no es tan miserable aunque comparte su mala suerte- al William H. Macy que desencadenaba la tragedia en Fargo. Que la película se cierre sobre el conmovedor parlamento de Tommy Lee Jones -que me ha recordado el llanto de Harry Dean Stanton en París Texas- es de agradecer: lo humano aún es posible en este mundo y, muy especialmente, en esos Estados Unidos que los Coen retratatan con negros tonos goyescos.

Las reiteradas referencias a la que hasta ahora era la mejor película de los Coen -porque desde ahora lo es No es país para viejos- no están traídas por los pelos. Los hermanos no sólo recuperan aquel gran tono cinematográfico tras el largo bache que atraviesan desde hace justo una década, bajando escalón a escalón de la divertida pero insustancial El gran Lebowsky a las pedantes O brother y El hombre que nunca estuvo allí y a las desastrosas Crueldad intolerable y El quinteto de la muerte, sino que parecen refundar su cine con las mejores ideas temáticas y hallazgos visuales que hicieron su grandeza entre 1984 y 1996, desde Sangre fácil hasta Fargo pasando por Muerte entre las flores o Barton Fink. Importante es, sin duda, la consistencia de la obra en que se inspiran, una de las mejores novelas de Cormac McCarthy, a quien el durísimo crítico Harold Bloom considera uno de los maestros indiscutibles de la actual literatura norteamericana. Pero lo esencial es el talento de los Coen para retratar el carácter des-almado de un mundo en el que no vale la pena vivir porque no significa nada matar.

El magistral tratamiento de los paisajes desérticos, tan abrumadoramente desoladores como los paisajes urbanos o los interiores de bares y moteles; la maestría en el uso del montaje -especialmente en el manejo de la elipsis- que actúa como un intolerable crescendo de la tensión; la exacta, nítida, cortante fotografía del maestro Roger Deakins (colaborador habitual de los Coen además de autor de trabajos tan excepcionales como Kundun de Scorsese, Cadena perpetua de Darabont, El bosque de Shyamalan o En el valle de Elah de Haggis); las excepcionales interpretaciones de Tommy Lee Jones, Josh Brolin, Kelly MacDonald, Woody Harrelson y un Javier Bardem que en justicia puede considerar suyo el Oscar al mejor actor de reparto; y sobre todo la inteligentísima dirección de los Coen, convierten a No es país para viejos en un sobrecogedor y terrorífico aguafuerte que, como hizo en su día el Tommy Udo que interpretara Richard Widmark en El beso de la muerte o el Travis Bickle que interpretara De Niro en Taxi Driver, utiliza la patología criminal como expresión de una enfermedad social, política y existencial.

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