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Cultura

Dios salve a Hollywood

  • La editorial Akal acaba de publicar un extraordinario libro sobre la censura en el cine norteamericano, un ejemplo extrapolable a otros países y otros ámbitos.

La historia es antigua, pero nada ni nadie nos asegura que la hayamos dejado atrás, que el hombre es la única criatura sobre la faz de la tierra capaz de empujar delante de sí la piedra con la cual ha de tropezar a lo largo del camino y, para más inri, en estos días -de rearme ideológico, rebajas sociales y recortes económicos- se nos está intentando adiestrar en la consigna de que cualquier tiempo pasado fue mejor. La censura se está imponiendo sutil, implacablemente, en prensa, en televisión, por doquier. No nos dejemos engañar por las apariencias; como bien dice el periodista Enric González, en el excelente volumen colectivo Queremos saber (Debate, 2012): "Pese a la efervescencia de internet, son los medios poderosos los que deciden de qué se habla y de qué no". El paisaje se oscurece cuando los Guardianes de la Moral -así, en mayúscula- salen de sus nichos para decirle a la gente qué puede y no puede decirse, qué debe o no debe pensarse. En Hollywood censurado (Akal), Gregory D. Black analiza el caso del cine norteamericano. Su ejemplo, fácilmente extrapolable a otros países y otros ámbitos, debiera ponernos sobre aviso.

En Estados Unidos, la acción de estos Guardianes de la Moral fue temprana. Algunos episodios confirman el tamaño de la ignorancia: En 1907, la autodenominada Comisión del Vicio de Chicago llegó al absurdo de solicitar a las autoridades que las películas se proyectaran exclusivamente en salas bien iluminadas -pues en la penumbra se agazapan los malos pensamientos- sin comprender que un requisito indispensable para la proyección, entonces como ahora, es la sala a oscuras. Su influencia, empero, dio frutos inmediatos; en noviembre de aquel mismo año, esta comisión consiguió que se aprobara una ordenanza según la cual, si querían exhibir sus películas, los distribuidores debían obtener un permiso del comisario de policía. Esta medida convirtió al Departamento de Policía de Chicago en el primer órgano censor del país. Entre las sabrosas anécdotas recogidas por Gregory D. Black hay alguna sin desperdicio: el teniente Joel A. Smith cortó drásticamente el metraje de una adaptación de Macbeth porque esos del cine habían transformado el texto de Shakespeare en "un melodrama sangriento"; el bueno del teniente Smith, está claro, no tenía ni puñetera idea de qué iba la obra.

Lo peor estaba por venir. A lo largo de la década de los 20, el crimen organizado se consolidó gracias a otra medida restrictiva, la llamada Ley Seca, al tiempo que nacía o finalmente se rebelaba un tipo de mujer que no quería llevar la misma vida que sus madres y abuelas. El cine, espejo frontal u oblicuo de la realidad, se llenó de hombres de vida triste y mujeres de vida alegre, gangster, flappers, policías, vampiresas, etc. La sangre y el sexo empezaron a mostrarse como nunca antes se había hecho en un espectáculo popular. Las voces en contra se alzaron con fuerza y se barajaron infinidad de leyes de censura hasta que a cierta mente preclara, Martin Quigley, se le ocurrió una idea genial, invito al lector a prestar suma atención a cuanto sigue: no debían empañar la imagen de tierra de las libertades que caracteriza la Marca USA, sino abrirle los ojos a los gerifaltes hollywoodienses: "Si, argumentó Quigley, se pudiera eliminar el contenido reprobable durante la producción, los Consejos de Censura no serían necesarios", escribe Black. O sea: no se trataba de condenar, sino de coaccionar y obligar a la industria a "autorregularse"; se trataba de conducir con determinación la nave de la ficción al cenagal de la autocensura.

Hollywood, al igual que el bueno de Don Quijote, topó con un muro inamovible: la Iglesia. El lobby católico ejerció una sutil presión, que Dios aprieta, pero no ahoga: "La Iglesia católica, con sus veinte millones de fieles, se concentraba sobre todo en los centros urbanos y contaba con su propia prensa nacional y más de seis millones de lectores por semana, razón por la que ocupaba una posición única para ejercer su influencia en la industria -escribe Gregory D. Black-. Al estar más centralizada que el protestantismo, la simple amenaza de una acción católica unificada, argumentó Quigley, obligaría a la industria a reformarse. También sabía que el banco del cardenal Mundelein, Halsey Stuart and Company, era un inversor importante en dicha industria. ¿El cardenal estaría dispuesto a convencer a Halsey Stuart and Company de que la moralización de las películas iba a suponer un buen negocio?". Los productores, preocupados evidentemente por sus inversiones, fueron pasando poco a poco por el aro.

Bajo los auspicios de Will Hays, se redactó un Código de Producción que fue refinándose con el tiempo, el tristemente famoso Código Hays, en el cual se enumeraban temas, acciones o situaciones que debían desaparecer de las pantallas de inmediato: "El resultado fue una magnífica combinación de teología política, ideología política conservadora y psicología popular, una amalgama que controlaría el contenido de las películas de Hollywood durante tres décadas", resume Black. El matrimonio y la familia devenían estamentos sagrados; una película como Dios manda no tocaría jamás de los jamases cuestiones como el divorcio, el adulterio, el control de natalidad o el aborto. Además de estar terminantemente prohibidos los desnudos, las parejas dormirían en camas separadas y en el caso de atreverse a un beso, ambos debían de estar en pie y el ósculo no duraría más que unos segundos. El Estado y la Iglesia gozaron de iguales privilegios. En el primer caso, estaba terminantemente prohibido desafiar o cuestionar el statu quo; en el segundo, el código decía explícitamente: "los ministros religiosos no pueden ser personajes cómicos o villanos".

Intentando satisfacer la demanda del público mientras respetaba tales y tantos preceptos, Hollywood incurrió en algunos espectaculares casos de bicefalia. Podríamos citar El signo de la cruz (1932), una fastuosa reconstrucción de la persecución de los cristianos en tiempos de Nerón en la que la exhibición y el sermón alcanzan un delicadísimo equilibrio. El protagonista es Marco Superbo (Fredic March), un aguerrido prefecto cortejado por la emperatriz Popea (Claudette Colbert), empero enamorado de una beldad cristiana, Mercia (Elissa Landi). El director Cecil B. De Mille no escatimó los detalles cruentos, antes bien se regodeó en ellos, al mostrar el suplicio de los mártires cristianos en la arena del Coliseo. No obstante, la película se recuerda sobre todo por el sensual desnudo de Popea en una inmensa bañera llena de leche de verdad, que llegó al punto de queso por culpa del calor de los focos. La secuencia de la orgía, también memorable, incluía una danza en la cual una lesbiana de rasgos severos se insinúa a la virginal Mercia, que resiste con entereza ésta y otras pruebas; su fe estaba por encima de las tentaciones del mundo. Así, De Mille daba a la platea lo que quería ver y a los censores lo que querían escuchar, y todos tan contentos.

Por desgracia, no todas las películas resolvieron tan feliz y audazmente la dicotomía; la imagen falsa de tantas películas de aquel período confirma la sumisión de la industria al dictamen censor. Hay más, muchísimo más en este excelente libro. Y es una fortuna poder comprobarlo.

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